El club
El club era un lugar feliz y ella hizo muy bien en apuntarse muy pronto, con solo catorce años, la más pequeña de todos porque había gente con veintitantos. Era un grupo muy heterogéneo. Estudiantes de bachillerato, chicas que hacían peluquería o estética, universitarios, hombres que ya trabajaban y tenían coche. Los universitarios se cotizaban más si estudiaban en Madrid porque de allí traían historias fantásticas, leyendas que se contaban en voz alta y las chicas reían y reían al oírlas.
Ella fue la única hija de la casa que se apuntó al club, como se apuntaba a todo, a todo, todo, con tal de vivir, con tal de cruzar la casapuerta y salir a la calle, el paraíso de las experiencias, el sitio en el que podía suceder de todo y todo lo que sucedía era bueno. Ese era su mundo, la calle, las ventanas de las casas al pasar, los pavimentos, las esquinas, las plazas con sus bancos, los escaparates, las tiendas, las librerías, las plazoletas, los bares con sus mesitas en la acera. La calle era el paraíso y entonces, ni después, logró adivinar que un día sería el infierno.
Pero el club era un lugar feliz. Iba todas las tardes después de estudiar y volvía a la hora prudente de la cena. Estaba cerca de su casa y, en todo caso, sus piernas la llevaban a cualquier sitio en poco tiempo. Ninguna de las niñas de la calle frecuentaba el club y no era raro, porque ella siempre fue distinta, siempre fue buscando algo, algo que no sabía lo que era, que no adivinó nunca, que sigue sin conocer a estas alturas.
Los veranos allí eran gloriosos. Por la mañana temprano, en el autobús, iban a Cortadura, la playa de Cádiz que a todos les gustaba. Se tendían en la arena sobre las toallas de rayas, se cambiaban de ropa en alguna caseta de alguno de ellos, se lavaban las melenas largas con cerveza en el agua de mar, se ponían crema para no quemarse y se quemaban, usaban biquinis de colores, pantalones cortos y camisetas por la cintura, como si fueran chicas de anuncia. Eran guapas.
Las tardes del verano empezaban pronto con una partida de cartas o de dominó, con un juego de ping-pong o un bailecito al compás de la música de moda y luego, más tarde, al cine de verano en grupo, al cine Madariaga a ver una película y a soñar que el chico aparecía a tu lado en la silla. Joaquín, tan guapo, el cine de verano, sus gafas transparentes, la piel dorada del sol, la camisa blanca, el pantalón chino, la brillante sonrisa, todo eso era y ella lo veía y soñaba, soñar, soñar.
Tanto tiempo fue feliz que quizá el cupo de la felicidad ya lo cubrió y no tiene derecho a más. Eso piensa ella de vez en cuando al recordar esos años y esa estampa que el espejo le devolvía de una chica rubia, guapa, risueña e inocente. Faltaron besos y eso no se perdona.
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