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Mostrando las entradas etiquetadas como Irving Penn

"Un día de lluvia puede no acabar nunca"

He abierto el equipaje. He depositado con un cuidado infinito, como si fuera un niño de pecho que necesitara arrullo, todo lo que contiene esa maleta encima de la cama. Hay blusas bien dobladas y pantalones oscuros para cualquier ocasión. Hay también cinturones, un jersey rojo con el cuello de pico y una chaqueta de piel que abrigue si la noche se llena de humedad. Luego he extraído los zapatos de su bolsa protectora y los he colocado en la parte baja del armario. Qué silencio escucho...qué enorme silencio. Queriendo conjurarlo he abierto el iPad y he buscado, como siempre a esta hora, a alguien que pueda acompañarme sin molestar. Y la he dejado cantando, solo interrumpida por algunos molestos anuncios que aparecen entre las canciones y que estropean el éxtasis de oírla. Es ella, Norah Roberts, como tantas otras veces. La ropa interior se ha quedado en la maleta y todo junto ha ido encima de una silla, una especie de banco sin respaldo, tapizado de crema, que hay al pie de la cama

Esta mañana, amor, tenemos treinta años

Una vez tuvo un amor prohibido. Prohibidísimo. Mirado por todas las partes posibles era un absoluto desastre. Ganas de buscarse problemas. Pero era por la tarde, un septiembre, caía todavía un dorado resplandor sobre la plaza, los parterres brillaban, y allá, a lo lejos, apareció él con su pantalón vaquero y una camisa blanca que llevaba, como diría Corín, arremangada hasta el codo. Nunca se había visto en otra, aquello era una visión inenarrable. Ninguna de sus amigas la creería, ni siquiera Marta, que era tan fantasiosa y veía caballeros andantes en cualquier semáforo. Eso era, precisamente, lo que la separaba en ese momento del hombre de la camisa blanca, un semáforo en rojo, justo en la esquina, al lado de la terraza en la que ella esperaba, sentada en una silla de mimbre, con las piernas cruzadas y una falda de punto muy estrecha y muy corta. Tenía unas piernas preciosas.  Los días de aquel amor no duraron mucho. No podían durar. Era una extrañeza en todos los sentidos

Que ni el viento arrebata

A nadie se le ocurre inventar la risa, inventarse los llantos. Imagínatelo. Has vuelto de una larga travesía cruzada de inhóspitos recuerdos y aparece la luz, cambiante el tono, a veces rojo, a veces amarillo, azul tal vez en tardes de verano, verdosos innombrables, grises perpetuos, marrones que hacen juego con la noche...Nunca te alegrarías de estar en un silencio que no tuviera nombres, ni siquiera de ser alma callada. Por eso te levantas con fuerza, agarras sin temor las despedidas y vuelves a pisar el suelo de antes, con otros pies y con otros zapatos, pero vestida de algarada, de fiestas.  A nadie se le ocurre pensar que alguien agazapado, escondido, oculto entre las sombras, va a describir un arco de amargura en tu risa, va a cambiar el color de tus ojos y el tiempo que devoras sin tasa entre las hojas. No podrías entender, por mucho que quisieras, que hubiera gente así perdida por el mundo y que pudiera incluso pensarse compasivo, pensarse fiel consuelo, pensarse dulce

Le he querido tanto...

Si fuera preciso os contaría el momento exacto en que le vi. Cómo iba vestido, en qué tonos, qué resplandor tenía su mirada. Contaría el movimiento de sus manos y la forma de andar y contaría casi todo sin olvidar un detalle, con la música de fondo de cualquier canción, incluso en silencio. Le he querido tanto...Era una luz, una risa, una esperanza, una huella sin mácula. Una vez llegaron unas flores blancas, con una vela redonda y ámbar, rodeada de hojas secas y de racimos de pequeñas uvas rojas. Era navidad. En otra ocasión fue un estallante cesto de claveles, rosas y lirios azules, colocados con primor en un recipiente de mimbre con un lazo azul claro en uno de los costados. Y hay libros por aquí que llevan su nombre. Y una taza amarilla con la imagen de Jane Austen. Y libretas de colores. Y una bandeja para poder leer sentada en el sofá. Esas cosas. Le he querido tanto...Me estremecía pensar que existía, que estaba en alguna parte, que había alguien como él. Nunca soñaba con qu

El patio de vecinos

Cada uno en su habitación, decorándola, llenándola de fotos, de ideas, de dibujos, de adornos...En la zona común, el patio, y, en el patio, los macizos de flores o los arriates con plantas olorosas...Cada uno en su habitación y, de vez en cuando, una flor que se agita y que queda sin hojas, una mirada no correspondida, un deseo insatisfecho, una risa que no tiene respuesta, una forma de hablar en voz muy baja, un encuentro feliz, la única manera de verse en mil años… Eso es internet. Un patio de vecinos virtual, en la que hay sentimientos, vanidades, orgullo, prejuicios, sentido, sensibilidad, mentiras, algunas verdades, esperas, búsquedas, razones...Cada uno cuida de su habitación y pretende que cuando alguien la visite se quede prendado de su olor, de su buen gusto, de cómo ha servido esa tacita de té a las cinco en punto de la tarde...Escribe la soledad...Porque, si tú estuvieras, el patio tendría la luz de tus ojos y no harían falta las palabras. (Fotografías de I