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Mostrando las entradas etiquetadas como Mis fotos

Patios

  Más que otra cosa, tenía grabadas el tacto de las piedras y el olor de las plantas. Pasaba la mano por la rugosa superficie de la pared y quedaban huellas en los dedos y en la palma, testigos de una acción repetida, que le traía esa tranquilidad de saberse en medio de una naturaleza conmovedora. Y las plantas desprendían el acre olor del agua mezclada con la tierra y la clorofila a sus anchas y el viento que movía las hojas y las desprendía a veces. Todo el patio tenía ese aire decadente de una película italiana con pocas pretensiones. Y luego estaba el banco. Sentarse en él era ya una odisea, porque estaba quejumbroso, callado y a falta de una buena capa de pintura. Su color había cambiado con el tiempo, como cambia el peinado de las mujeres y la risa de los hombres. Todo estaba hecho a la medida humana y por eso, quizá, a ella le gustaba tanto estar allí, separada del resto, como en un paraíso imposible de restaurar, como una foto antigua que tuviera tanto significado como las voce

La primera vez que fui feliz

  Hay fotos que te recuerdan un tiempo feliz, que abren la puerta de la nostalgia y de la dicha, que se expanden como si fueran suaves telas que abrazaran tu cuerpo. Esta es una de ellas. Podría detallar exactamente el momento en que la tomé, la compañía, la hora de la tarde, la ciudad, el sitio. Lo podría situar todo en el universo y no me equivocaría. De ese viaje recuerdo también la almohada del hotel. Nunca duermo bien fuera de mi casa y echo de menos mi almohada como si se tratara de una persona. Pero en esta ocasión, sin elegir siquiera, la almohada era perfecta, era suave, era grande, tenía el punto exacto de blandura y de firmeza. Y me hizo dormir. Por primera vez en muchas noches dormí toda la noche sin pesadillas ni sobresaltos. La almohada ayudó y ayudó el aire de serenidad que lo impregnaba todo. Ayudaron las risas, el buen rollo, la ciudad, el aire, la compañía, el momento. No hay olvido. No hay olvido para todo esto, que se coloca bien ensamblado en ese lugar del cerebro

Aquella mar de Cádiz...

Había una terraza tendida al mar y en ella se mostraban todos los amaneceres. Te levantabas temprano y te sentabas allí, hermosamente absorto en el agua que brillaba a lo lejos, o en las flores del suelo o en las nubes. Si llovía, por muy raro que parezca, caía sobre ti esa humedad a modo de recuerdo, porque en tu infancia fuiste niño de lluvia, de olivos, de rumores de campo y de voces del pueblo. Todos los veranos que estuvimos juntos, demasiado pocos, ahora lo sé, seguías el mismo rito con la misma certeza. El mar era la mar por adopción y hallaste su secreto como si hubieras nacido allí, aunque eras de tierra extraña, de tierra adentro, de otra tierra. Tu mar era tan verde... No debiste marcharte. Aquella casa se perdió ese mismo verano en que, sin avisar y por la espalda, nos dejaste desnudos de tus manos sin poder retenerte. No debiste marcharte y cerrar con tu marcha el capítulo de todos los abrazos, de todas las nostalgias. Eras tan de verdad que resulta imposible