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Una escuelita con ventana al mar

 La señorita Ángeles tenía la voz potente pero bien modulada. Era capaz de alcanzar con su grito hasta la última fila de la clase. Aunque gritaba poco, más bien su estilo era sutil, comedido y limpio, como si, en lugar de tratar con treinta y cinco niños de nueve y diez años, estuviera en una congregación de culto a las labores de artesanía dando recomendaciones. Sus uñas llamaban la atención: eran rojas, largas y brillaban cuando el sol cruzaba las contraventanas de madera que rodeaban el aula, vestidas con cortinas de cuadros blancos y rojos que ella misma había cosido, como si fueran su propia casa y sus ventanas. A veces aquello parecía una función de teatro porque las cortinas se movían al ritmo del levante o del poniente en aquella escuelita anclada junto a la playa atlántica, en el sur más al sur que imaginarse pueda.  Era una buena maestra. Eso decían las madres y decían los niños al unísono. Sabía enseñar bien y era amable con los errores. Cuando aprendían a leer los niños de