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Mostrando entradas de julio, 2022

Un tranvía llamado deseo

  Blanche Dubois es una mujer madura que pertenece a una rancia familia del sur venida a menos. Las circunstancias de su vida la llevan a tener que vivir en Nueva Orleáns con su hermana pequeña, Stella, y su cuñado, Stanley. Stella es dulce y voluntariosa, con esa clase de belleza sencilla que no arrebata pero que permanece. Stanley es rudo, algo violento, muy sensual y está enamorado de Stella. La ama verdaderamente. La vida de ambos se reduce a pequeñas cosas. Su casa de los suburbios es pequeña, su entorno pequeño, todo tiene la pátina de la sencillez y aun de la humildad. Por eso Blanche se siente fuera de lugar y he aquí que su lujoso equipaje, al menos en apariencia, parece estar ansiando un hotel de lujo o una mansión en la avenida principal.  El círculo de amistades de la pareja es escaso, salvando la excepción de algunos amigotes con los que se reúne Stanley a jugar a las cartas una vez por semana. A jugar, a beber, a blasfemar y a reírse sin control y sin modales. Los modales

Bodas y Spencer Tracy

  (Fotograma de "El padre de la novia" con Elizabeth Taylor como Kay y Spencer Tracy como Stanley, su padre. Dir. Vincente Minnelli, 1950) Cuando veo películas de bodas siempre recuerdo los lirios azules. Eran de tallo largo y estaban anudados con un lazo gris. Todo en esa boda era azul, incluso el escenario, al borde del mar del levante. El viento azotaba como en esos días en los que hay que sujetarse la falda y el juzgado no parecía un telón de fondo muy romántico, aunque lo fue. Hubo otra boda antes, de rosa y verde, pero, en realidad, aunque con más protocolo y más gasto, no llegó a la íntima fastuosidad de la boda de los lirios.  Spencer Tracy (1900-1967) es el padre de la novia y derrama su encanto por la película al modo Minnelli, con elegancia y una experta vocalización llena de chispa. Aunque ha habido otro remake nadie hay comparable en el cine con la bondad irónica de Tracy, que fue actor vocacional, padre entregado y una persona en la que se podía confiar. Su hij

De nombre, Burlan; de apellido, Caster

  La madre de mi amiga Carmen era, como la mía, una empedernida cinéfila, conocedora a fondo de todo el cine clásico de los años cuarenta, cincuenta o sesenta. Una experta. En mi casa existía una tertulia cinematográfica espontánea y entendida que lograba el milagro de que los niños nos interesáramos por el cine antes que por cualquier otra cosa. Un auténtico aprendizaje por imitación. Un conocimiento que se transmite de generación en generación y que constituye un fortísimo lazo de unión familiar y vecinal. Mi madre y la madre de Carmen no llegaron a conocerse nunca, porque ella no pertenecía a mi círculo personal de la infancia, sino que llegó después, en la universidad, pero Carmen contaba las historias de su madre y todas ellas merecían la pena. Mujeres con personalidad, fortaleza y una vis cómica inigualable. Una de las características de la madre de Carmen era su forma de nombrar a los artistas extranjeros. En el caso que nos ocupa ha pasado a la historia: Burt Lancaster, en vers

"Y una extensión desierta nos separa"

  Me enamora la inteligencia de la gente. También en los hombres me enamora la inteligencia. Y los códigos comunes, las referencias al cine o a la música, los libros que leemos sin saber que los hemos leído casi a la par. Así fue como todo eso allanó el camino y suplió a la pasión. Son muy divertidas las tardes en torno a las preguntas. Es un juego. Puedes escoger las respuestas y no tienen que ser exactamente ciertas. La verdad es un regalo que pocas veces se otorga y, cuando se hace, siempre hay una pequeña corrección, un añadido, que la modifica y la convierte en espuma. La espuma de los días de Boris Vian, ese nenúfar, los tiempos en los que ellos te preguntaban porque querían saber de qué iba la cosa. Mucha conversación y pocos besos.  Hubo algunos muchachos que nunca fueron nada para mí. Lo intentaban de todas las formas posibles. Había quien usaba la moto como reclamo. Una moto enorme con la que podía circularse por todas las carreteras solamente armados de mochilas, incluso de

Recetas de mamá

  (Foto: Nina Leen) La cocina es el paisaje mágico de la infancia. En ella se suceden milagros, se anuncian acontecimientos y se realiza la mezcla de ingredientes que dan lugar, años después, a unos ribetes de nostalgia inevitable. En la cocina, la madre tiene en su mano todos los secretos. Ella sabe cómo se armonizan olores y sabores. Su recuerdo siempre va envuelto en esa rara ecuación de armonía y dulzura. Una lucha diaria pero también una firme apuesta por lo cotidiano. Las sobremesas del desayuno en los días de fiesta, tan largas, distintas y alegremente aprovechadas, son la culminación de ese encuentro perfecto. Así, sean churros, tostadas, tortitas de harina o bizcochos de yogur, todo se convierte en un momento que se grabará en tu cabeza para siempre. Quizá no recuerdes la receta con exactitud, pero te vendrá a la boca el sabor de aquello que te gustaba porque lo hacía tu madre. La cocina de la infancia es la infancia misma. Agua, harina, un poco de sal, remover, freír y bañar

Vidas transparentes

  (Obras de Giambattista Tiepolo, Venecia, 1696-Madrid, 1770) De Venecia a Madrid con dos de sus hijos, para complacer a los reyes, ejerciendo su oficio de pintor, para el que ya quizá se sentía algo viejo. No era fácil la pintura al fresco pero él dejó constancia de que los setenta son todavía una edad para pintar algo. El último gran barroco, el fresquista de los colores pastel, cuyos escorzos movían la pared como si temblara, cuyas figuras se contorsionan porque no pueden dejar de mirarse unos a otros, el pintor que desde la luz de Venecia y sus contrastes se asentó en una luminosidad nueva, limpiando las paredes de tanta sombra y aliviando los vestidos y los gestos, murió lejos de su casa a los setenta y cuatro. Mi padre murió en su casa a los setenta y cuatro, a falta de un mes, como diría una anciana de pueblo, de esas que lo controlan todo, que todo lo saben.  Se sabe tan poco de su vida privada, de su vida interior, de su vida sin pinceles y andamios, que era una vida transpare

Madres

 Verano. Calor tórrido. Levante en plena forma. La madre, más guapa y más alta que las hijas, lleva la voz cantante, una voz que es capaz de reproducir coplas que nadie más conoce. Tiene buena mano para las plantas y los cocidos, para la charla seria y la insustancial, para los artistas de cine y para las revistas de moda. La madre es un talismán, un hallazgo.  En la mesa del desayuno la tertulia improvisada trae las noticias del día al modo gaditano. Hay que ver el alcalde, levantando calles todo el verano, qué querrá encontrar debajo de las piedras, el tesoro escondido?Y con la calor que hace y todo el polvo que forman, qué gente por Dios, qué políticos... Mira mamá, qué vestido tan mono lleva esta en la revista. Me gustaría uno igual para la feria. Bueno, hija, a ver si te lo coso, qué bullanguera eres. Mira tus hermanas, que pasan todas de ropa. Y tanto que pasan, son todas hippies, parecen refugiadas con esos vaqueros gastados y esos pañuelos al cuello. Qué horror de estilismo...

Distancia prudencial

  (La pintura tradicional japonesa en el distrito de Asakusa) La prosperidad de algunos barrios, el ingente número de funcionarios de toda clase y la proliferación de hoteles de citas parecen ir unidos en esta novela de Seicho Matsumoto que acabo de leer con la urgencia que él mismo imprime a la lectura. Puesto que somos parte de la investigación porque así lo decide el autor, cuanto antes sepamos todo mucho mejor. En los años setenta Tsuneo Asai es el encargado jefe del departamento de administración del Ministerio de Agricultura y Silvicultura del Japón. Puede parecer un puesto muy relevante pero no lo es. Es un técnico que sabe su oficio pero no pertenece a la clase alta de funcionarios, los de carrera, que, a su vez, provienen de buenas familias que estudian en las universidades públicas.  Él tuvo que pagarse, a trancas y barrancas, su carrera en la universidad privada (un escalón más bajo) y por eso tiene un límite en su escalada de puestos. Pero como es un hombre listo, decidió

"Las hijas del vicario" de D. H. Lawrence

  Entre las preocupaciones de D. H. Lawrence, que incluye siempre en sus obras, están las diferencias sociales que generan distorsiones en las relaciones humanas. Él mismo vivió en su propia casa la distancia cultural entre un minero sin instrucción y una maestra, lo que fueron sus padres. Esas diferencias las expresa en otros de sus libros. En "El amante de Lady Chatterley" la pasión surge entre la señora de la casa, Connie Chatterley, y su guardabosques, Mellors. Y en "Mujeres enamoradas" las diferentes clases sociales de las hermanas Brangwen y los hombres a los que aman, Birkin y Gerald Crich, las martirizan a las dos secretamente. Hay una escena, en este último libro, en que esto se refleja con toda claridad. Se trata de la boda de la hermana de Gerald y la forma en la que las hermanas Brangwen forma parte, junto con las mujeres de los mineros, del grupo que observa el lujo de los invitados, mientras que ellos están en la élite.  El vicario de este libro, publi

"Se anuncia un asesinato" de Agatha Christie

  Se anuncia un asesinato que tendrá lugar el viernes, 29 de octubre, en Little Paddocks, a las seis y media de la tarde. Amigos todos, acepten este último aviso.  Agatha Christie (en la foto) "inventó" no solo a un detective (Hércules Poirot) sino a una pareja de sabuesos (los Beresford) y a una anciana con dotes especiales para el crimen (la señorita Marple). Cuando tienes en tus manos un libro de Christie puedes encontrarte a cualquiera de ellos. Incluso, en ocasiones, la trama se desarrolla sin la presencia de ninguno de ellos o con algún avisado superintendente. En "Se anuncia un asesinato" estamos ante una muestra de "crimen doméstico", de historia en la que todos se conocen, sin extranjeros ni extraños a quienes echarles la culpa y con una investigación sui generis a cargo de Miss Marple, quizá arrebujada en uno de sus chales de lana. Esponjosa.  El argumento no puede ser más ingenioso. En la gaceta del pequeño pueblo Chipping Cleghorn aparece un

De Agatha a Jane

Los libros son como los amores y como los lugares. Aparecen en tu vida en el momento adecuado, un momento único, indiscutible, exacto. No podría ser de otro modo. Si te niegas a ellos es para siempre. Por eso ahora recuerdo a Bartleby: Preferiría no hacerlo . Pero no es de Melville de quien quiero escribir, sino que se ha colado por alguna razón que desconozco. Sigo. Los libros son como los amores y como los lugares. Testigos de tu aprendizaje y de tus errores. Puedes hacer la línea de tu vida a través de los libros que leíste, la gente a la que amaste y los lugares que pisaste. Es un itinerario que a veces se entrecruza, pero, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera lo notas cuando ocurre. Sobre el amor y sobre el viaje, el libro tiene la ventaja de la permanencia y de la generosidad. Es tuyo y se abre ante ti para ti solamente. No te exige nada más que paciencia. No se acaba, no se rompe, no huye, no se llena de escandalosas edificaciones fruto de la especulación. Es, por as

Crímenes y una taza de té

Dos trenes se cruzan al anochecer. En uno de ellos viaja una anciana delicada y pizpireta, que vuelve de Londres a Saint Mary Mead, después de haber dedicado una tarde a hacer las compras de los regalos navideños. Está muy satisfecha. Buen precio y buena calidad, la máxima de cualquier ama de casa que se precie. Después de acomodarse en su vagón del tren (primera clase, por supuesto, aunque el aspecto sencillo y usado del abrigo de la dama haya confundido, en primera instancia, al mozo de estación), tendrá ocasión de rememorar sus adquisiciones y de echar, incluso, un sueñecito.  El otro tren circula en dirección contraria y en él un hombre estrangula a una mujer. La velocidad hace que la cortinilla se levante justo en el momento en que este tren se cruce con el de Elpesth McGillicuddy, que es la señora de la que antes hablaba. Así, Elpesth será el valioso testigo ocular del crimen y retendrá en su cabeza el rostro amoratado de la mujer que está siendo estrangulada, así como su

Libros a la caída de la tarde

Todos los ejemplares estaban perfectamente ordenados por fecha de compra. En la primera página constaba esa fecha, el lugar en el que se había comprado y quién lo hizo. Una excelente forma de saber algo de la historia del libro. La librería (el "librerito" la llamaban las niñas) era blanca y tenía unos palillos torneados para sujetar las baldas. Estaba lacada y cogía polvo con facilidad. Las motas se posaban en las zonas que todavía estaban vacías. Una buena librería siempre tiene que dejar sitio a los libros nuevos, es así como decidieron hacerlo sin haber estudiado biblioteconomía. Los libros eran un auténtico tesoro y estaba prohibido escribir en ellos salvo las anotaciones de la primera página, o doblar las esquinas o, por supuesto, dejarlos abiertos en cualquier sitio. Eran unos libros muy especiales porque contenían las mejores historias.  Estaban las manzanas con una doncella que llevaba una pinza en la nariz y una niña bastante malvada, además de la escritora

Asesinatos de andar por casa

Hay una escena repetida: una adolescente arrastra su maleta por alguna estación de ferrocarril y se para ante el expositor de libros de cualquiera de sus quioscos. La mirada se detiene en un libro. Se alegra y lo compra. Lo lleva en la mano todo el tiempo hasta que se sienta en el tren, que está a punto de salir, y empieza a leerlo. Lo lee durante todo el viaje y, quizá, si este es un poco largo, cuando llegue ya lo ha leído. Esto no significa nada. Porque lo releerá una y otra vez con el paso del tiempo. En una ocasión, la adolescente estará tan embebida en la lectura, que dejará pasar la parada correspondiente y llegará a una ciudad donde nadie la espera.  Estoy segura de que en el libro hay crímenes. Y que son crímenes domésticos, de esos que se perpetran en el entorno familiar o entre amigos. Nada de conspiraciones planetarias, ni de sofisticación abrumadora. No. Crímenes sencillos, asesinatos que se anuncian, todo mezclado con tardes de té, con pudding de Navidad, con ram

Yo tenía una azotea en el sur

  La casa no tenía importancia, solo era una más de una hilera de tres. Tres casas idénticas cada una de las cuales tuvo un destino diferente. Las tres tenían un patio abierto enorme, casi un jardín, y las habitaciones se situaban en uno de los lados, todas abiertas al patio, salvo la gran alcoba que daba a la calle y que tenía un cierro blanco, con uno de esos escalones interiores de mármol claro. Lo mejor de la casa era la azotea, a la que se llegaba desde el patio, al final del que estaba la gran escalera, con peldaños de ladrillo cocido, rojos e intensos, con un remate de madera oscura. La escalera no tenía pasamanos así que había que subirla pegada a la pared, solo por precaución. Era una escalera preciosa y quizá venga de ahí su querencia por esta pieza de las casas, una especie de pasaporte a las alturas, una genialidad. Había al menos diez escalones, aunque es una cuenta que no hizo nunca y quizá esté equivocada, quizá fueron muchos más y no lo sabe, ni ya lo sabrá nunca, porqu

Leyendo a Alberti, con un cuadro de Sisley

  (Las orillas del Oise. 1878. Alfred Sisley) Pero un aroma oculto se desliza, resbala,  me quema un desvelado olor a oscura orilla.  Alguien está prendiendo por la yerba un murmullo.  Es que siempre en la noche del amor pasa un río. (Rafael Alberti)  Los impresionistas nos caían bien. Habían tenido agallas. Lejos de echarse atrás, lejos de considerarse excluidos, habían logrado el auténtico milagro del arte: que lo bueno y lo nuevo se aliaran para convertirse en academia. Hoy los impresionistas son esos señores que pintan cuadros que a todos nos gustan. Y que quisiéramos tener en nuestros salones. Ellos, los primeros, y los subsiguientes, los que tomaron alguna pauta, alguna guía, los que transformaron la idea de la pintura estática en pintura dinámica. Aunque quizá ya en Villa Médicis Velázquez supo mucho de esto. El arte es una rueda que siempre gira y gira, que nunca deja atrás nada sino que lo transforma, a modo de energía, como el volante de un coche que tuviera la virtud de ac

Gladiadores, gladiolos

  En "Gladiator" los hombres tienen miedo. Los soldados luchan para defender a Roma pero no creen en ello. En la arena, los gladiadores luchan para guardar su vida pero no hay épica ni fiereza, sino un miedo atroz a ser convertidos en una masa oscura de sangre palpitante. Qué hay de hermosura en la muerte sin honra, sin honor, sin motivo... El cine ha convertido el oficio de gladiador en una tarea épica y ha cogido a Russell Crowe y antes a Kirk Douglas y pretende hacernos creer que era bello y era bueno batirse con otro hombre al que no se conoce, con quien nunca se ha compartido ni el odio ni el amor, con quien no hay asuntos pendientes, sino monedas de oro que siempre llegan a los bolsillos de unos desconocidos que visten ropas caras y togas orladas de corinto.  Cuando estudiaba el mundo clásico tenía sueños en los que el peligro acechaba en cualquier esquina. Y así era en realidad. La descomposición de un mundo que parecía llamado a pervivir lo convirtió todo en un baile