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Leyendo a Alberti, con un cuadro de Sisley

 


(Las orillas del Oise. 1878. Alfred Sisley)

Pero un aroma oculto se desliza, resbala, 

me quema un desvelado olor a oscura orilla. 

Alguien está prendiendo por la yerba un murmullo. 

Es que siempre en la noche del amor pasa un río.

(Rafael Alberti) 

Los impresionistas nos caían bien. Habían tenido agallas. Lejos de echarse atrás, lejos de considerarse excluidos, habían logrado el auténtico milagro del arte: que lo bueno y lo nuevo se aliaran para convertirse en academia. Hoy los impresionistas son esos señores que pintan cuadros que a todos nos gustan. Y que quisiéramos tener en nuestros salones. Ellos, los primeros, y los subsiguientes, los que tomaron alguna pauta, alguna guía, los que transformaron la idea de la pintura estática en pintura dinámica. Aunque quizá ya en Villa Médicis Velázquez supo mucho de esto. El arte es una rueda que siempre gira y gira, que nunca deja atrás nada sino que lo transforma, a modo de energía, como el volante de un coche que tuviera la virtud de acomodarse en las rotondas, en los espacios rectos, en los meandros de la naturaleza. 

La naturaleza es para los impresionistas el espejo de la vida. Las cosas transcurren en ella como si tuvieran un guion firmado, un argumento propio, que fuera a aparecer en una película francesa de esas de la nouvelle vague. Truffaut, Rohmer, Malle, Godard, Resnais, qué más da. La vida es una novela impresionista  porque tiene acontecimientos que se relatan una y otra vez, cambiando solo el tiempo, la hora del reloj o la mirada. Los ojos registran esos cambios antes que la mente y todos podemos hablar de todos argumentando que ahora tenemos la sartén por el mango, porque se nos oye alto y claro, por ejemplo, en las redes. 

Cada vez que mis manos hojeaban un libro de pintura comprendía un nuevo secreto, algo que antes estaba oculto y que estaba vedado, pero que se abría como una intensa flor de Georgia O'Keeffe, como un mantel a cuadros de Nina Leen, como una rompedora conversación entre un vendedor ambulante y un niño de Vivian Maier. Los impresionistas adivinaron que no podíamos pasar la vida metidos en los salones rimbombantes, ni en los aposentos reales, ni en las iglesias o los palacios, ni en los castillos ni en los consulados. Adivinaron que el tiempo de las puertas cerradas había pasado y que un haz de luz sacaría la silla a la puerta, como las mujeres del barrio en el fresquito, para sentarse a ras de suelo a contemplar la vida. Y la vida tenía forma de llamarada, forma de río, de mar o afluente, de horizonte, de océano, de tinglado perfecto. 

El río de Sisley es también el de Alberti, aunque ambos no se conocieran y no tuvieran intención de compartir masas de agua, ni dulces ni saladas. La yerba de Alberti está en las orillas del río y se despierta temblando con el helor del rocío que cae por las noches, inmisericorde y firme en sus propósitos. Siempre pasa un río en la noche del amor y pudo ser este, el río azul y más azul aún de Albert Sisley, cuyas orillas están sombreadas de arbustos, de enhiestos árboles y de verdes incomprensibles. Si hay una figura humana, ha querido ocultarlo; si alguien vivió allí algo parecido al amor, para darle la razón a Alberti, entonces ha sido el pintor quien, con sus propias manos, au plein air, ha decidido convertir la cita en un motivo más de inspiración para esa ventana abierta que es el arte cuando salta a la vida desde la oscura orilla de un silencio inventado. 

Arte y poesía ¿no son la misma cosa?

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