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Mostrando entradas de noviembre, 2020

De Cádiz

(En el Barrio de Jarana hay lugares con el tiempo detenido. Foto CLB) Como todos los lugares en los que uno ha nacido y vivido, Cádiz no es solamente una ciudad, ni es una provincia, ni un enclave geográfico. Es la suma de tu biografía y tu pensamiento. Un reducto vital que nada ni nadie puede modificar aunque lo intente. Da igual de qué forma hayas vivido y de qué forma lo observes. Tu infancia, tu adolescencia, tu tiempo, tu familia, tu calle, tus cosas, todo eso es tan indefinible que resulta imposible quedarse con solo una frase, un ejemplo.  Cádiz no existe. Existen ciudades y pueblos. Comarcas y mares. Océanos. Paisajes. Sones. Gentes. Caseríos, campos y campiñas. Oficios y labores. Un caleidoscopio que se vierte si lo agitas. Por eso es tan difícil quedarse con algo y por eso cada uno tiene su propio Cádiz. Cádiz es lo que queremos que sea. Muchas miradas, muchas visiones, muchas estadísticas, muchas luces y demasiadas sombras.  Lo mejor de todo es que no hay santificación, ni d

Hombres solos, hombres solitarios

Presumes que eres la ciencia y yo no lo entiendo así porque siendo tú la ciencia no me has comprendido a mí. (Soleares. Juanito Mojama) ✿✿ En los tiempos del Oeste americano, que tanta literatura ha creado y, sobre todo, tanto cine, los hombres cargaban sobre sus hombres el peso de la valentía. Ser cobarde era un oprobio. Ningún cobarde podía sacar adelante a su familia, ni mantener sus tierras, ni vivir con dignidad. Pareciera que la valentía era la moneda de curso legal. Y, sin embargo, el cine nos cuenta que los valientes o los dignos eran la excepción. Más bien hombres solos, a veces también solitarios, que, llegada la hora de la verdad, se encontraban en la más estricta y descarnada soledad. Los guionistas de los westerns eran, como se ve, grandes conocedores de la naturaleza humana, bastante más que la propia señorita Marple que decía siempre, comparando a la gente que conocía con la de su pueblo natal Saint Mary Mead, que "es la misma en todas partes

Jane Austen y la lectura de novelas

(Bárbara Laage, París, 1946) Novela, sí. ¿Por qué no decirlo? No pienso ser como esos escritores que censuran un he cho al que ellos mismos contribuyen con sus obras, uniéndose a sus enemigos para vituperar este género de literatura, cubriendo de escarnio a las heroínas que su propia imaginación fabrica y calificando de sosas e insípidas las páginas que sus protagonistas hojean, según ellos, con disgusto. Si las heroínas no se respetan mutuamente, ¿cómo esperar de otros el aprecio y la estima debidos?... Así se expresa  Jane Austen , en primera persona, en su obra  La abadía de Northanger . Sale a la luz su opinión mientras relata los gustos literarios de Catherine Morland e Isabella Thorpe. Defiende con vehemencia el derecho de estas muchachas a leer aquello que más les guste y la necesidad de que los propios novelistas no abominen de lo que hacen. El alegato se pierde entre las páginas del libro y puede pasar desapercibido si no se hace una lectura atenta. La suave br

Edna O`Brien. Esa luz.

Esta es la foto que buscaba. Una que le hizo Cecil Beaton y que está en la National Portrait Gallery. Una foto detallista y cuidada, en plena juventud. Con ojos verdes que no se observan en el blanco y negro, largo cabello castaño casi pelirrojo y atuendo hippie. Ahora esta foto es el recuerdo de un tiempo que no existe y la protagonista va a cumplir en unos meses los noventa años.  Dejo de lado las redes sociales y su entretenimiento, las noticias de política que en estos años no van a traer sino incertidumbres, y me sumerjo otra vez en la lectura de Edna O`Brien. No solo de sus libros (todos los publicados en español están por aquí) sino en las entrevistas que le han hecho algunos periódicos y en un artículo suyo en The Guardian que estoy traduciendo con ayuda de internet. Es un problema no haberle prestado atención a los idiomas. Los grandes intelectuales de todo tiempo han conocido más idiomas que el suyo, porque eso significa abrir las puertas. Perdí energías en otras cos

Allá en Lisboa

Derrame la naturaleza su sol y su lluvia sobre mi ardiente cabeza y que su viento me despeine y después que venga lo que viniere o tiene que venir o no ha de venir. (Pessoa, Álvaro de Campos) ¿Recuerdas? Hicimos el viaje bajo la lluvia. No paraba de llover. La lluvia nos hizo reír durante todo el tiempo. Risas y más risas, mientras el sonido del agua golpeaba los cristales del coche. El limpiaparabrisas estaba viejo y tuvimos que parar a cambiarlo. Tardó tanto el chaval del garaje que seguimos riendo. Todo eran risas en ese otoño cargado de nubes oscuras y de fondos grises. Lisboa esperaba sin medida, sin culpa, sin motivo. Reíamos.  Cruzamos las calles y los puentes entrando ya la noche. El hotel estaba iluminado. La gran plaza se abría para dejarnos ver su magnificencia, su estilo. Los ventanales estaban cerrados pero, a través de ellos, podía observarse la vida nocturna. La gente se movía con rapidez. Seguía lloviendo. Durante la cena comentamos que no queríamos agua, bastante agua

Notre histoire

  Aquello duró solo cinco años pero ha dado literatura para muchos más. Aparecían en todas las fotos de las revistas de la época y en los reportajes de cine, en los estrenos, en las alfombras rojas, en los lugares de veraneo. El mundo quería saber de ellos, cómo se conocieron, cómo se querían, cómo iban a construir su futuro. Eran muy jóvenes y tenían sed. Quizá de fama o de amor, o de las dos cosas a la vez.  Él sigue viviendo donde nació, en Sceaux, en los Altos del Sena. Ella llegó de Viena para morir en París, muy joven, con apenas 43 años, después de sufrir la pérdida de su hijo. Estuvieron juntos durante cinco años, desde 1958 hasta 1963. Parece que él se despidió caballerosamente, con flores y una carta, pero siempre pensé, y creo que todo el mundo, que aquello fue una especie de gentil canallada, porque tengo la impresión de que ella nunca dejó de amarlo.  Fue una Sissi que ocupó las pantallas de los cines y arrasó. Pero después de eso enjaretó una carrera muy digna, junto a di

Cartas como rosas

Escribir cartas es un acto de generosidad hacia la otra persona. En las cartas se vuelca la vida, pequeña o grande, conocida o difusa. Los escritores de cartas son gente dispuesta a ser escudriñados, valorados, por los demás. Hay ejemplos maravillosos de correspondencia entre personas valiosas, artistas, escritores, gente de categoría en algún aspecto. Pero también la vida real es la muestra de que las cartas son imperecederas y su perfume, como el de las rosas, sigue revoloteando por el aire, sin mácula, dejando huella.  Las flores de Georgia O'Keeffe son la mejor ilustración para contar cuántas cartas me escribía mi madre cuando me fui de casa, por ejemplo. En las cartas, que conservo, detallaba con suma precisión todos los acontecimientos de la semana o de los días. Incluso si algún hermano había hecho alguna travesura, lo que comían o bebían, si salían y adónde, lo que veían en la tele e, incluso, sus pensamientos, ideas, imaginaciones. Todas las cartas eran una evidencia clarí

Inocencia trágica

Tomo prestado este título que Ágatha Christie usó en una de sus mejores novelas para encabezar esta reseña personal sobre “Niágara” , una película extraña, extrema, exageradamente llena de emociones. Y, aunque la chica es alguien que te abruma, quiero comenzar deteniéndome en él.  Pocos actores tan versátiles como Joseph Cotten . Elegante, educado, con clase y con la extraña facultad de cambiar de registro usando, solamente, dos recursos. Su sonrisa y su mirada. La sonrisa de Cotten puede ser pérfida, desgraciada, ilusionante, confiada, amable, dispersa, paranoica, puede expresarlo casi todo. Las sonrisas son el signo distintivo de cada uno de nosotros. Podemos imitar una voz o un gesto, pero la risa, la sonrisa, son inimitables. Sabemos que, en ocasiones, una risa franca, abierta, encantadora, es un arma de seducción que no tiene apenas comparación con nada. En otras ocasiones el misterio se deshace al ver reír un rostro que, estático, puede significar algo, pero que no

Postres de papel

  E n los días más oscuros del invierno, cuando la luz se marcha pronto y la oscuridad anuncia que el día expira silencioso.  E n las tardes largas del verano, cuando el calor teje una túnica de seda sobre la ciudad y las nubes desaparecen hasta nuevo aviso.  E n los amaneceres suaves junto al mar, a punto de que los pies se incrusten en la arena y que las manos se desperecen con el compás de las olas.  E n la antesala del amor, cuando el corazón te señala que todo está a punto, que él cruzará la ciudad para verte y pronto todo estallará de gozo.  E n los postres de las despedidas, en ese momento indeciso en el que no sabes qué pensar, ni qué ocurrirá más tarde, ni por qué te has marchado. A llí donde un dolor aprieta el estómago y se queda, dejándote convulsa.  A llí cuando la tristeza te persigue y el aburrimiento te acosa.  A llí si las cosas se han torcido y necesitas aire fresco para respirar. E n los andenes de las estaciones de tren o de autobús. En la playa. En el parque del in

Mujeres, hombres y trending topic

Nadie mejor que Tamara de Lempicka con esta mujer de rojo que resulta ser Mrs. Bush y que se pintó en 1929, el año del Crack, para ilustrar este post en el que quiero hablar de mi estado de estupor ante algunas cositas que, dicho en roman paladino, claman al cielo.  De manera que se extiende sobre la faz de la Tierra una cruzada feminista según la cual hay que andarse con cuatro ojos para no convertirse una misma en objeto. Al revés que los perros (no sé si también otros animales) que han dejado de ser cosas (y bien está, porque, pobrecitos, merecen que se les trate con todo el cariño), ahora las mujeres podemos ser cosas en cuanto nos descuidemos. Y tiene sentido porque hay barbaridades que siguen ocurriendo avanzando ya el siglo XXI y mucho por hacer y por cambiar, aunque nos creamos que lo hemos conseguido.  En dirección contraria está la cruzada antifeminista que dice que los hombres pueden molestarnos e insistirnos, que eso está bonito, que todo lo del feminismo es una cuchufleta,

La disciplina de las pequeñas cosas

(William Mcgregor Paxton-1869-1941) En la oscuridad surge un rayo de luz. No es el rayo de luz de Marisol, esa niña rubia, perfecta, que iluminó los sueños de los muchachos del pasado. No es el rayo que no cesa que escribió Miguel, nuestro Miguel, el poeta del chico que te quiso y te regaló sus libros. No es el rayo que derribó al caballito que portaba al jinete del hombre de tu infancia. No. Es un atisbo, apenas una esperanza límite, un solo instante, algo etéreo, una llamada suficiente, un reclamo, un aviso.  Qué haríamos sin esa gente que lanza un haz sobre ti y te construye, con una frase, un camino, un ideario, una meta. Que te levanta en día nublado y despeja las nubes de un manotazo. Que vuelca sobre la mesa el cofre de las desdichas y las aparta hasta convertirlas en zumo de sueños realizables. Qué haríamos sin los que se llaman amigos y de verdad lo son. Traza en tu cabeza un sencillo itinerario. Coloca pequeñas cruces rojas junto a las frases de lo que has logrado. Camina sin

Un mal gusto exquisito

  Aunque podría, no voy a dedicar esta entrada a hablar de algunas celebrities que se dedican a gastarse el dinero en modelos imposibles de supuestos genios de la moda. Esto de la moda es como la cocina. Según se mire, tienen muchos puntos en común. Se trata de hacer lo más difícil posible algo que es muy sencillo. Un vestido, por ejemplo. Con sus botones o sus cremalleras, su largo y su dobladillo. Puede uno hacer piruetas, hacer el intento de dejar su sello personal y entonces convertirlo en un magnífico adefesio. Un mamarracho. Lo mismo pasa con la cocina. La alta cocina corre el peligro de convertirse en una cocina hecha para snobs a los que no les gusta comer.  Podría hablar de cocina o de moda, incluso de política, porque todo eso aparece mezclado en un guiso imperturbable. Podría hablar de cualquier cosa pero quiero hablar de sentimientos, de elecciones y de amor. Qué es el amor si no el motivo principal por el cual los seres humanos nos dedicamos a sufrir en lugar de gozar de l

Jane Austen: Cronologías

  Jane Austen vivió entre los años 1775 y 1817 , a caballo, pues, entre dos siglos. No llegó a cumplir los cuarenta y dos años de vida, ya que murió en julio de 1817 y había nacido en diciembre de 1775. La suya fue una época de cambio, un periodo de transición en todos los aspectos, sociales, económicos, políticos, culturales...Esos cambios influyeron en las formas de vida y también la sociedad va modificando sus hábitos y sus formas de relacionarse. Cualquier  persona  que estuviera en el mundo, que viviera al día, como era su caso, tenía por fuerza que conocer ese movimiento y también, por supuesto, reflexionar sobre él. Eso se observa en sus obras con  toda  nitidez.    La vida de Jane Austen se desarrolló en cuatro enclaves y tuvo su epílogo en otro quinto. Los primeros  veintiséis  años vivió en la rectoría de Steventon , en el Hampshire, con su familia, sus padres y sus hermanos. Seis de los siete hermanos que tuvo compartieron con ella infancia y otro de ellos, el que estaba en