Parole, parole, parole

 


Me gusta la gente que sabe conversar. Esa que no necesita que le des tirones para que hable o cuente o explique. La que, de forma natural, convierte cualquier comentario en un universo de palabras. La que, ante un acontecimiento, es capaz de tener la soltura de desmenuzarlo sin caer en la repetición; de diseccionarlo sin maldad. Me gusta la gente que sabe conversar porque suele ser gente observadora. No metidos hacia dentro, escondidos en su cueva, guardándose la vida para que nada salga al exterior. Todo lo contrario. Gente libre de prejuicios y que escucha, de ese modo especial en que la escucha revierte en el otro, con ese aire que garantiza que las palabras no caen en saco roto. La conversación es el gran acto que hace de los humanos más humanos. Es un enorme espejo que se pone delante de nosotros y nos enseña nuestra imagen y la de los demás. Es un refugio cuando hay tormenta y el cielo se oscurece. Es un bálsamo para el dolor y una alegría para la esperanza. 

En mi casa de la infancia estaban las puertas abiertas durante el día para que las amigas y las vecinas pudieran acercarse en cualquier momento. La cafetera dispuesta, las sillas alineadas, el jardín fresco, la cocina oliendo al guiso del día y las manos abiertas a cualquier pena, a cualquier disgusto que necesitase ser comentado. Las charlas eran largas y apacibles. Todo se escribía con palabras. Las palabras volaban y se convertían en palomas mensajeras de los sueños y las desdichas. Cuando tienes una infancia así sabes que la conversación es la reina y que, fuera de ella, solo está ese silencio hastiado de los que nada quieren saber, nada quieren decir y nada abrazan, nada besan, nada entregan. 


(Fotografía de Annie Leibovitz)

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