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Que no se apague el mar

The Long Leg, Edward Hopper, 1930 Que no se apague el mar aunque nosotros no pisemos la arena de la playa. Al fin, la playa es solo un subterfugio, una excusa, una parte del tiempo que gastamos para pensar en nada. Extendidos los brazos hacia el sol que vigila, el mar tiene una deuda pendiente cuando lo convertimos en un modo de estar y no de ser. Ese azul que se mezcla con el cielo tiene una explicación pero no la sabemos porque sigue a la duda y la duda es eterna. Ese molino blanco que azota el horizonte puede que albergue una historia de amor, la de Birkin y Úrsula, tan cansada y perdida, que no había forma de entender por qué los hombres huyen y las mujeres lloran.  Regata en Villers, Gustave Caillebotte, 1880 Que no se apague el mar. En lontananza las barcos que miran el susurro del agua embravecida. Todas las sensaciones, cada una con su color. El violento batir de las esclusas, el sueño compartido de las velas, el aire silencioso del levante o poniente, el gri