Que no se apague el mar

The Long Leg, Edward Hopper, 1930

Que no se apague el mar aunque nosotros no pisemos la arena de la playa. Al fin, la playa es solo un subterfugio, una excusa, una parte del tiempo que gastamos para pensar en nada. Extendidos los brazos hacia el sol que vigila, el mar tiene una deuda pendiente cuando lo convertimos en un modo de estar y no de ser. Ese azul que se mezcla con el cielo tiene una explicación pero no la sabemos porque sigue a la duda y la duda es eterna. Ese molino blanco que azota el horizonte puede que albergue una historia de amor, la de Birkin y Úrsula, tan cansada y perdida, que no había forma de entender por qué los hombres huyen y las mujeres lloran. 


Regata en Villers, Gustave Caillebotte, 1880

Que no se apague el mar. En lontananza las barcos que miran el susurro del agua embravecida. Todas las sensaciones, cada una con su color. El violento batir de las esclusas, el sueño compartido de las velas, el aire silencioso del levante o poniente, el gris de la distancia, el verde de las huellas, el rojo de los tiempos, el negro de la huída. Todo el mar se divide en paisajes precisos, oleajes que se baten en sagaz retirada. Tiene el mar un secreto que a todos nos incumbe y a todos nos conmueve pero no conocemos. Es la fuerza del mar el modo en que buscamos que se convierta en río, que nos sumerja en su dulce mirada sin retorno. 


Barcos en el puerto de Colliure, André Derain, 1905

Que no se apague el mar. Una vez el rojo anaranjado azul verde amarillo lo llenó de sorpresas. Vimos como se abría un canal sin permiso, buscamos la esperanza y allí estaba, escondida. En la costa del tiempo transcurrido, en la espiga sin flor de cada ola, en la marea que sube y no se aleja porque ha perdido el rumbo. Los cuerpos abrazados, los abrazos perdidos, las manos que se enlazan, la piel que se deslumbra, el sudor que te cubre, los ojos que te miran, las bocas que se abren, el calor que te arrulla y que no cesa. Nada de comprensión, nada de histerias, nada de loas al paisaje volátil que encierra una canción plagada de estrofas olvidadas, de músicas sin armonía y sin compases, lunática versión de una sinfonía tuya. 


Puerto de Odessa, Vassily Kandinsky, 1898

Que no se apague el mar. Que no despegue de nosotros su fiel enredadera de historias indecisas, de cuentos inconexos, de lluvia desmembrada, de estuarios sin final, de itinerarios huecos, de perdidas alfombras de Aladino, de lámparas de Alicia, de espejos de los héroes que buscamos y se fueron moviendo en lontananza para engañar la vista. Que no se apague el mar. Que aún percibamos el olor de la ceniza en su regazo, el sabor de la salina que se cubre de sal porque el agua se marcha, el temblor de los ojos, el llorar de las manos, el sentirnos en él, dentro, perdidos, únicos, anclados en el mar, que no se apague. 

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