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Mostrando las entradas etiquetadas como Primavera 2020

Mi propia habitación

(Virginia Stewart fotografiada por Louise Dahl-Wolfe en 1948) Fue leyendo "Una habitación propia" cuando lo pensé. No sentada a la orilla de un río, aunque ella sí lo estaba. Virginia estaba sentada a la orilla de un río y hablaba de peces y de pesca, no sé ahora mismo por qué. Quizá tenía mucho que ver con su disertación o su mente vagaba por esa imagen que había retenido en la cabeza de la última vez que se sentó junto a un río. Intuí entonces que esa visión podía ser inexistente, y que yo, en realidad, jamás había estado sentada a la orilla de un río. Quiero decir, realmente en la orilla, en el suelo, en una especie de arena o de tierra o de margen cubierto de hojas, qué sé yo. El río de la ciudad que conozco no tiene nada que ver con un verdadero río cuando discurre por el campo, por su curso, esos conceptos geográficos que aprendí y que, tengo que reconocer, me gustaban mucho. Caudal, curso, cauce, márgenes, desembocadura, estuarios...Estas son las palabras que

La otra Rebeca

Ella era una cinéfila militante. Había nacido en el año cuarenta y eso debió imprimirle carácter. Era la época de las grandes divas y este tema no podía pasar desapercibido para una muchacha que vivía pared con pared con un cine-teatro que ofrecía sueños por poco dinero. Tenía una imaginación a prueba de post-guerra y soñaba con el último actor al que veía en la pantalla grande. Más que soñar, se inventaba una historia completa, al modo clásico, con planteamiento, nudo y desenlace. El desenlace era feliz, salvo en algunos casos en los que se imponía la nostalgia del alejamiento. Concesiones al neorrealismo. Los héroes del cine eran hombres de verdad y no como los que se encontraba en el paseo, por la Alameda, o en las orillas del río. Por cierto, que el río le dio disgustos a menudo, hasta que lo canalizaron y lo convirtieron en un río de mentira, un río sin corriente de agua, una especie de bañera flotante. Un asco.  Las salas de cine tenían un misterio especial pero tambié

Amanecen flores

En esta aventura de la contradicción que es la vida hay que sacudirse las hojas secas, las hojas caducas y las hojas agostadas, para renovarlas y hacer que nazcan otras nuevas. Cambiar de atrezzo como de vestido. Adornar el pensamiento con estelas que nunca antes han lucido en él. El encuentro de la dicha, la búsqueda del hoy con sentido, todo se termina convirtiendo en un viaje. Incluso cuando no hay viajes de verdad, o viajes físicos, están los viajes por la intuición, por el poema que habla de la lluvia, por la cesta de gerberas, por las flores de los artistas o por el aire que lanza el sol después de amenazar con un día nublado. La construcción de un sueño exige perseverancia, voluntad y cierta pequeña dosis de talento. Un talento cotidiano, un talento sencillo, una forma de mirar de frente los objetos para buscarles el lado que más brille. En esa mirada está la fórmula. Y en la palabra, el secreto de lo que somos, desnudos, sin ropajes, sin adornos, sin nada que no sea

Pasiones sin reservas

Una vez paseaba por las Ramblas de Barcelona y un chico negro tiró de mí para llevarme no sé dónde. Reaccionó rápido uno de los primos con los que iba y todo quedó en una aventura. No tuve miedo. Quién tiene miedo a los diecisiete años...Mis primos tampoco lo tenían y la historia se convirtió en el guión de una película que rodamos, sin cámaras ni atrezzos, en esos días claros de vacaciones en los que la ciudad era toda nuestra. Lo he recordado porque hubo una canción que fue nuestra banda sonora. En algunos locales que frecuentamos sonaba una y otra vez. Y luego la oíamos en el coche y buscamos incluso su letra en inglés. La tarareábamos sin parar. Los tres logramos que la canción fuera el hit del verano.  De esa forma mágica y sorprendente en que suceden las cosas, la canción volvió a mí hace poco tiempo cuando la vi en la última película estrenada de Woody Allen. La película es "Un día de lluvia en Nueva York" y la canción es Everything Happens to Me. Oír la

Los objetos viven en los bares

Los bares, esos sitios que se visitan esporádicamente o donde se "para". Ese concepto, el de "parar en un bar" es muy antiguo. En la calle  había uno o dos sitios donde siempre estaba la misma gente. Eso  causaba extrañeza y cierto desasosiego. Qué hacen ahí, se preguntaba. Claro que no había respuestas. Porque esa pregunta era siempre interior, íntima y, en realidad, retórica. Los observaba sin que la vieran cuando pasaba por la puerta y desde lejos. Los hombres, siempre eran hombres, permanecían estáticos, algunos acodados en la barra, otros en mesas. Algunos, en grupo; otros, solos. Los solitarios  llamaban la atención. No hablaban ni decían nada. Al menos en la imaginación eran gente atormentada, gente que tenía cuentas pendientes consigo mismo. Era como si Clint Eastwood hubiera bajado de la pantalla del cine de verano y se hubiera situado allí, en un rincón, sin partir peras con nadie. Tenían siempre un vaso delante. Un vaso de vino, una chiquita, y nun

Cualquier cosa te diría

(Foto: Nick Knight)  Construía versos sin palabras. Al cabo de la música. Esta llegaba envuelta en el engañoso ruido de una máquina. Se mostraba desnuda, como si nada pretendiera. Era la música un señuelo peligroso, pero no lo sabían. Ellas no lo sabían. Construía eternidades donde todo era efímero. Los sonidos se quedaban clavados y entraban en la tierra, en el subsuelo, donde los pies pisaban y ya resultaba imposible desatarse. Eran la cuerda, el alambre, la valla, una cruel enredadera. Así, una y otra vez, todas ellas recibían la misma circunspecta llamada al corazón, un aviso de encantamiento mutuo. Ellas estaban convencidas de que no podía ser casual, de que nadie inventaría un argumento con tantos visillos de encaje alrededor, con tanto olor a rosas, con tanto sentimiento. Ellas pretendían ser las únicas, querían serlo, pensaban que lo eran. No admitían el engaño, tanto era su fervor por aquellos sonidos y el ansia que ponía en todas las palabras. Todas vivieron amaneceres

Aquellos ojos verdes...

Tenía unos ojos verdes que me hacían dudar y un asombroso parecido con Raoul Bova. Pero no podía ser él. No vivía en la Toscana, no conducía una Vespa, ni saltaba de pantalla en pantalla del cine de verano. Más bien se ensuciaba las manos con la tierra de unas excavaciones que, cada temporada, llenaban su tiempo y arruinaban mis vacaciones. Agatha Christie siempre pensó que era bueno tener un marido arqueólogo, pero eso solo valía para cuando una fuera mayor. Entonces, en los años primeros, cada verano era una pérdida y cada septiembre un renacimiento.  Tenía unos ojos verdes que engañaban. A veces se tornaban azules con la luz y otras, con la sombra, esquivaban el color de modo que no parecían nada, solo dos llamaradas, dos avisos. En las tardes de junio vivían su mejor momento, porque empezaban a desprender el júbilo de los días de esplendor y llegaban a convencerme de que lo mejor estaba siempre por llegar. Tenía unos ojos verdes tan cambiantes como las horas del día en pri

Que no se apague el mar

The Long Leg, Edward Hopper, 1930 Que no se apague el mar aunque nosotros no pisemos la arena de la playa. Al fin, la playa es solo un subterfugio, una excusa, una parte del tiempo que gastamos para pensar en nada. Extendidos los brazos hacia el sol que vigila, el mar tiene una deuda pendiente cuando lo convertimos en un modo de estar y no de ser. Ese azul que se mezcla con el cielo tiene una explicación pero no la sabemos porque sigue a la duda y la duda es eterna. Ese molino blanco que azota el horizonte puede que albergue una historia de amor, la de Birkin y Úrsula, tan cansada y perdida, que no había forma de entender por qué los hombres huyen y las mujeres lloran.  Regata en Villers, Gustave Caillebotte, 1880 Que no se apague el mar. En lontananza las barcos que miran el susurro del agua embravecida. Todas las sensaciones, cada una con su color. El violento batir de las esclusas, el sueño compartido de las velas, el aire silencioso del levante o poniente, el gri

Everything Happens To Me

(Foto: Peter Lindbergh) Uno de los dos tenía los ojos verdes. Quién puede saberlo después de tanto tiempo...Y sonaba la música sin estorbar, allá, al fondo del local, con esas luces que parecen no alumbrar, que esconden más que muestran. Tan tarde, que los bebedores locales se habían marchado, tambaleándose, a cualquier otro garito de peor fama. La fama de los bares es inversamente proporcional a la bebida que venden, dijo alguien que debía ser muy enterado. Pero nosotros teníamos demasiado poco tiempo como para gastarlo en conversaciones. La música, eso sí, lo hacía por nosotros. Siempre hemos sido muy de jazz y muy de soul, aunque el sur nos haya traído otra cosa en vena. Pero quisimos nacer en el este de los Estados Unidos, y veranear en el oeste, incluso pasear por el norte en tiempo de nevadas y buscar en el sur alguna perla negra. Hans Stamer susurra, Chet Baker recita y Sinatra la eleva al aire. La misma canción puede servir para cualquier cosa que necesites, mucho más si

Esperaste, paciente, la llegada

Podría haber sido una terracita muy coqueta cerca del río. O un antiguo café del centro, de esos que tienen en las paredes cuadros de películas. O la cafetería familiar, la de siempre. O, quizá, siendo aún más exagerados, un pequeño bistrot en la orilla izquierda, un restaurante italiano en horas bajas o la librería que sirve helados en el centro de Dublín.  Nada de eso. En tiempo de tormenta, la bonanza es tan solo un enclave geográfico que tú ni siquiera conoces. Las velas de esos barcos que me tuvieron cerca se volvieron despacio hacia otro lado y tú ni te enteraste, ni te fuiste. Esperaste paciente mi llegada y el artilugio se volvió sonoro, firme, seco, libre, tierno, amable, complaciente y tengo que decir que esperanzado.  Todas las risas y todas las palabras. La camisa en azul, que es el color del tiempo que avecina y promete. Tienes el aire de una película de hombres enamorados. Las manos llevan el aire alado de las cosas que se posan tan solo si el sueño se ha cu

Los días perdidos

A woman irons while watching T.V., 1952. Nina Leen Los personajes de las fotografías de Nina Leen no posan, están. No son parte del paisaje ni del contexto, sino que ambos se subordinan a ellos, a sus historias. Cada historia es diferente y se escribe con un sonido diverso. A veces no les vemos los rostros, o no percibimos su expresión, pero hay un pequeño detalle, o muchos, que nos desvela la trama. Es un relato de misterio que lleva a un desenlace no siempre satisfactorio. Esta es la virtud principal de una fotógrafa que conservó en su vida muchos puntos oscuros, quizá porque, de ese modo, era más fácil ocultarse a los ojos de quienes contemplaban su obra.  La mujer que plancha mientras está sentada mirando la televisión parece querer huir de una realidad que no le gusta. Hay un contrasentido entre el vestido, que podría servir para dar un paseo bien acompañada, y el desaliño de la casa y su actitud misma. El trabajo doméstico no parece gustarle. De modo que lo intenta

La tienda de los libros

(Fotografía: Nina Leen) Un día, en un pequeño local que había quedado vacío cerca del patio de Bernabé, instalaron una tienda de libros, un lugar al que podías acudir a cambiar tebeos, novelas del oeste y de amores, todo muy barato. No era una librería al uso, sino un espacio alargado, atestado de novelas, cuentos y tebeos, que se ponían a disposición del cliente sobre el mostrador de madera. El sistema era muy sencillo: había precios distintos para cambiar según fueran las ediciones nuevas, regulares y viejas. Las nuevas eran bastante más caras y poco asequibles para el alcance diario de los bolsillos, pero de vez en cuando, los lectores empedernidos de Marcial Lafuente Estefanía o las lectoras de Corín Tellado, hacían el gigantesco esfuerzo por conseguir leer lo último de sus queridos autores. El reducido espacio de la tienda estaba plagado, por las tardes, de aficionados a la lectura que se pasaban las horas contemplando las nuevas adquisiciones y buscando ejemplares

Adiós

(Foto: Nina Leen, 1947) No lo llames decepción o desamor o desistimiento o desdicha. Llámalo por su nombre: un adiós sin más adornos, sin más explicaciones, sin más lágrimas. El adiós es siempre un simulacro pero, cuando la vida lo escribe de verdad, entonces todo sobra. Daría igual que hicieras preguntas, que pidieras perdón, que te lanzaras al ridículo que sigue a toda huida. Daría igual que te apesadumbraras, que te sintieras culpable, que te convirtieras en un alma desconsolada y sola, perdida en una adversidad sin límite. Todas esas cosas ya no sirven. El adiós es un golpe seco. Un "ya nunca más", un "olvídame", un "hasta aquí he llegado". Y no tiene vuelta de hoja. Nadie puede convertir el adiós en hasta luego, ni puede hacerse perdonar lo que no existe, ni puede bucear en un alma cerrada como las ventanas ante el viento del sur, que quiere invadirlas pero ellas se resisten. Es un adiós y no podrás hallar razones más lejos de su propio enunci

L'amour parle toujours français

Una de mis tías (guapísima y muy fan) me regaló en mi adolescencia una foto de Alain Delon. Tengo que decir que era una postal en la que el actor francés vestía de azul cielo a juego con sus ojos azul cielo. La postal está guardada en una de esas cajas de lata de colores que tengo por aquí y que reviso de vez en cuando porque las cosas que contiene son todas de un delicioso que abruma. Y, desde aquel regalo, Alain Delon pasó a formar parte de mi olimpo. Solo podría recordar de él un par de películas pero eso da lo mismo. Era mucho más que un actor de cine. Era el chico con el que cualquiera de mis amigas pasearía por la calle Real para que las demás nos muriéramos de envidia.  Años después descubrí Francia. En ese descubrimiento había otros galanes estilo Delon, aunque ninguno como él. Y había bastantes más cosas de las previsibles. Paisajes que se vestían de malva o de naranja. Casas de piedra, con hornacinas dedicadas a las vírgenes. Helados caseros en casas de amigos exótic

Quizá en algún momento volverán los abrazos...

(Eve Arnold. Elizabeth Taylor) Quizá en algún momento volverán los abrazos, los dedos que se rozan, las manos que aprisionan. Quizá el aliento vuelva otra vez a mezclarse, quizá la risa suene y los ecos se fundan. Quizá haya un tiempo nuevo para la suave caricia de la mano en la frente, de la mano en los ojos; quizá los ojos miren tan de cerca como antes; quizá la cercanía no sea un impedimento. Quizá la espalda note el hueco de otros brazos y la nariz se bese como las mariposas; quizá en el fondo tenga que regresar la cálida, impermeable, firme voz que susurra amores.  Para cuando eso llegue reserva tus suspiros, guarda tus emociones, almacena tus sueños, esconde tus promesas, dibuja tus enormes ganas de ser de nuevo un cuerpo que se funde, un aire que estremece.  (Eve Arnold. Marilyn Monroe)

La mecedora

Era una casita baja en una calle trasera a la iglesia mayor. La calle tenía nombre de marino ilustre, algo muy común en aquella ciudad para la que el mar era su mayor riqueza. Las ventanas se cubrían de estores para proteger las habitaciones de la luz y del calor del verano, sobre todo el del mediodía, inclemente y sin misericordia. La habitación de la izquierda, según se entraba a través de una casapuerta cuadrada y bordeada de azulejos, era su reino. Una mesa de camilla con paño oscuro, el mismo en invierno y en verano; un mueble de nogal casi desierto; unas sillas, escasas. Al fondo de la habitación, en semioscuridad siempre, junto a una ventana inútil porque apenas se abría, estaba la mecedora y, en ella, la abuela, la mujer de negro, invariablemente sentada y con los ojos bajos, la voz apagada y las manos descansando sobre las rodillas. La gente de la calle decía que estaba loca, así, en lenguaje coloquial, no trastornada ni triste, loca sin paliativos. La locura de la abuela

Casapuertas

El reloj que presidía una esquina del salón, arriba del aparador con la vajilla buena y los manteles bordados con iniciales; ese reloj que tenía forma ovalada y un marco oscuro, indicaba todas las tardes el comienzo de la hora de las confidencias, el tiempo en el que las niñas de la calle se sentaban en las casapuertas a comentar los asuntos del día.  Eran asuntos tan importantes como las crisis de gobierno o las dificultades económicas de los países en vías de desarrollo. Eran las historias que las unían entre sí con lazos que se desatarían con el paso del tiempo y de la vida. Las cuatro niñas poseían el arte de contar con gracia y sin perderse en espesuras, las esperanzas y los sueños de cada uno de los días.  A veces Lourdes salía por peteneras, tal era su obsesión por echarse novio y casarse. Contaba que un chico de la calle del cine se le había declarado por carta, pero nadie la creía. Eso no lo haría nunca un chico de la calle del cine, decía Elvira. Los chicos que e

Una terraza frente al mar

(Pintura: Fabrice de Villeneuve) Teníamos una terraza frente al mar. Un espacio rectangular y luminoso en el que la cortina se balanceaba y movía sus blancos hilos cada vez que el viento la convertía en una sala de baile. La cortina era una franja de pasmosa claridad, que cosí en una de esas tardes de tranquilas horas doradas, y que formaba parte del paisaje, igual que los geranios, las macetas, los toldos y los cristales brillantes y asomados al océano. El tiempo de cada día tenía siempre el movimiento de las olas. El amanecer, con esa pasmosa naturalidad del agua mansa; el mediodía, con las nubes de calor sobre nosotros; la siesta, que guardaba un silencio impenetrable; el crepúsculo, extraño y huidizo; la noche, el momento de los sueños más íntimos, de las charlas más cubiertas de musgo.  Teníamos una terraza frente al mar. Nos pertenecía su estructura, su suelo brillante y sus laterales plagados de pequeños detalles que venían y formaban parte de un ambiente único. Ér

Yo tenía un jardín...

Yo tenía un jardín. No era uno de esos jardines franceses cuadriculados y en perfecta formación. No. Podía decirse que era una mezcla del anárquico jardín inglés que se inventó en la era georgiana y del jardín andaluz que imaginamos cada uno de nosotros dependiendo del trozo de terreno que esté a mano. El rey de nuestros jardines es el geranio. Un sencillo, acogedor, tierno, limpio geranio de color vivo. Una muestra impecable de que la naturaleza tiene lecciones que enseñar. Nada más simple que un geranio en su maceta vidriada, cuando la flor emerge de las hojas con una prestancia inigualable. Rojo sobre el verde impresionista, Monet y las amapolas, paseos junto al Sena y en los terrenos abiertos al mar de la Provenza y la Costa Azul. Nuestra Costa Azul no era tal, sino un paraíso verde en toda su crudeza. Vientos de levante y de poniente, arrullo de salinas, hombres curtidos, manos oscuras y piel morena. Una curiosa mezcla de mar y río imposible de separar.  Yo tenía un jard

Esa cosa tan antigua llamada ligue

Pongamos que hablo de una cosa perdida en el tiempo, desconocida para los jóvenes de ahora y que se llamaba "ligue". Aunque pueda parecer que se ubicaba en el tiempo del romanticismo, ese en que los hombres vestían con levita negra y se enamoraban de mujeres imposibles, la cosa es más reciente, casi hasta anteayer. Era una actividad muy común y estaba al alcance de cualquiera. No siempre era posible ligar con el objeto de tus sueños, pero sí ligar en general. Creo que la palabra ya ni se usa siquiera. Estaría mal vista. Indicaría posesión, dependencia, falta de criterio, qué sé yo. Ligar no es cool. Ya no se liga. En todo caso, se encuentran dos personas y deciden construir una relación igualitaria en base a los indicadores personales que se puedan referencias entre unos y otros. ¿Queda claro? Lo de ligar está pasado de moda.  Dejando establecido que hablo del pleistoceno, es más fácil convenir en que había varios tipos de ligues. Uno de los más extendidos era el lig