Los objetos viven en los bares
Los bares, esos sitios que se visitan esporádicamente o donde se "para". Ese concepto, el de "parar en un bar" es muy antiguo. En la calle había uno o dos sitios donde siempre estaba la misma gente. Eso causaba extrañeza y cierto desasosiego. Qué hacen ahí, se preguntaba. Claro que no había respuestas. Porque esa pregunta era siempre interior, íntima y, en realidad, retórica. Los observaba sin que la vieran cuando pasaba por la puerta y desde lejos. Los hombres, siempre eran hombres, permanecían estáticos, algunos acodados en la barra, otros en mesas. Algunos, en grupo; otros, solos. Los solitarios llamaban la atención. No hablaban ni decían nada. Al menos en la imaginación eran gente atormentada, gente que tenía cuentas pendientes consigo mismo. Era como si Clint Eastwood hubiera bajado de la pantalla del cine de verano y se hubiera situado allí, en un rincón, sin partir peras con nadie. Tenían siempre un vaso delante. Un vaso de vino, una chiquita, y nunca comían nada. Solo miraban al fondo del vaso, como si las respuestas estuvieran allí, sin otro remedio que esperar a que salieran por ellas mismas.
Los grupos en los bares, sin embargo, armaban bulla, jugaban al dominó y se reían mucho. Cuando se enfadaban, aquello debía ser terrible. Sus rostros se encarnaban y hacían gestos de violencia que asustaban a los niños. A la niña mirona que no paraba de preguntarse cosas acerca de aquella gente, todo le parecía novelesco y digno de ser escrito. Era como Catherine Morland ante los bailes de Bath, una solemne estúpida abducida por las lecturas del conde de Montecristo. Venían a apostarse en la puerta unas mujeres desconocidas que estaban cansadas de que ellos se gastaran la paga en jugar a las cartas. Y gritaban ellas también, diciendo nombres desconocidos para ella, que vivía en otro lado de la calle y que cruzaba el limes con aprensión pero buscando noticias o cosas diferentes. Era una periodista sin carnet. Los hombres salían apabullados, con vergüenza, y tiraban para sus casas con ellas detrás, increpándoles, diciéndoles de todo. Algunas palabras nunca las había oído.
Algunos bares tenían mala fama. Los padres se negaban a que las hijas entraran en ellos. Eran bares donde se fumaba mucho y el humo convertía la estancia en un ente fantasmagórico, como si fuera Estambul o el lugar más remoto del más remoto oriente. Todos los que iban por allí eran chicos muy jóvenes, pero ellos tenían más libertad y más disposición para desobedecer. Si alguna lo hacía, entonces había que estar pendiente de que ningún padre pasara ni remotamente cerca. Era un suplicio, así que mejor dejarlo para otro momento, otro año, otro tiempo. Eran sitios donde se hablaba de política, de libros, de cine y de filosofía. La filosofía es cosa muy de bares, porque nada mejor para filosofar que no tener nada que hacer, la diletancia esa, el andar de rosa en rosa sin ataduras ni espinas. Los muchachos de esos bares modernos no querían saber nada de las adolescentes curiosas que hacían preguntas. Preferían a las chicas mayores, las experimentadas, de las que podían aprender algo más que silogismos.
Los bares tuvieron también otro significado. Eran los lugares clandestinos donde los amores florecían sin permiso. En un recodo de la otra orilla estaban aquellos que visitaste cuando todo empezaba. Nadie conocía los nombres y por eso eran decisivos. En algunos lugares tenían el aire de un viaje presentido, que quizá nunca llegaba a producirse. La decadencia de los amores la encontró también en otro de esos lugares antiguos. Las confidencias se hacían en los bares, al calor de la esquina o de la ventana entreabierta. Las muchachas hablaban en voz muy baja, porque ni ellas mismas sabían qué podía salir de aquellos encuentros. Hubo amaneceres fortuitos en los bares y noches sin rumbo y sin premios. Y el florecer de la esperanza estaba junto al río. Los bares cercanos al río parecían ser el lugar perfecto para volver a empezar lo que fuera, lo que sea que empiece, lo que sea que está a punto de acabar. Los fuegos artificiales de los bares son siempre los ríos. Luego, en el largo exilio del corazón, hubo un lugar que se convirtió en el antro perfecto. Desde hace algún tiempo, como todos sabemos, no hay bares que visitar. Ni pies que se dirijan a ellos. De modo que los bares son esos paraísos perdidos en los que todo era posible y que ahora están en el universo de los sueños.
(Imágenes: Ralph Goings, California, 1928-2016. Pintura hiperrealista)