Un recipiente con una cinta azul


(Fotografía de Lillian Bassman para Harper`s Bazaar, 1951)

Había un pequeño mueble lacado en rojo inglés. Parecía de anticuario pero no lo era, sino caro y muy moderno. Se encaprichó de él y quiso tenerlo porque tener cosas es fácil y él siempre la complacía. Le regaló el escritorio y lo colocó cerca de la ventana, un ventanal inmenso, por el que entraba una luz cómplice que nunca quería marcharse y que se filtraba desde que amanecía. El escritorio rojo tenía algunos cajones, a modo de secretos. Entonces recordó que también se le llama secreter y no es nada extraño. En ellos colocó algunos recuerdos, pequeñas tonterías. Servilletas de bares, en las que escribía el inicio de historias que nunca se completaban. También objetos adquiridos en sitios inverosímiles. Una sortija con una piedra verde, una pulsera que tenía una rosa incrustada, un lazo amarillo con la palabra amor que rodeaba una caja de perfume...Del mismo modo que los niños coleccionan estampas, piedras, muñecos, ella estuvo guardando en los cajones del mueble lacado en rojo inglés una especie de itinerario sentimental de los últimos años, detalles, cosas, un poco el diario de la vida cotidiana. Un día él le regaló una caja dorada en la que había un pequeño corazón grabado y que se rodeaba de una cinta azul cielo, muy fina, tan delicada que apenas podía desatarse sin que se rompiera. Dentro de la caja no había nada, era solo una caja, estaba vacía y no pesaba. La caja era el regalo en sí misma porque él sabía, como lo sabía todo, que a ella las cajas le producían cierta ternura. Y las que estaban vacías terminaban convirtiéndose en un recipiente donde guardar hasta la brisa que soplaba en las flores del patio. Cuando él murió, ella llenó la caja de lágrimas amargas. Y la ató con esa cinta azul. Y no la desató. La caja permanece cerrada. 

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