Tiene algo de obsceno rebuscar en las posesiones de alguien que ha muerto. Traspasar su umbral, lo íntimo. Aunque así lo decida el testamento. Los hijos de Francesca son entes extraños que pasan las páginas de los cuadernos que su madre escribió y que no pueden ponerse en su lugar, no pueden entender nada. Resulta muy difícil aceptar que tu madre, a la que siempre recuerdas junto al hombre que fue tu padre, haya tenido una doble vida o, lo que es peor aún, haya vivido la vida ajena a vosotros. Porque, si creemos lo que Francesca escribe, y no hay por qué dudar, su vida fue un paréntesis para llegar a la auténtica verdad y, una vez descubierta, vuelve a convertirse en una rutina con menos alma. No es un caso de desamor conyugal, es que Francesca, como alguna gente en este mundo, encuentra lo que en realidad casi nadie halla: la fuente exacta de la vida. Un amor, el amor, de un modo solo, de una forma única, él. Quizá el éxito de la historia está ahí. Todos queremos poseer algo verdader
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