Hacia la gran sonrisa del azul



¡Dichosas, ah, dichosas ramas de hojas perennes
que no despedirán jamás la primavera!

(John Keats)


                          Me gustan esos trenes que cruzan las llanuras, los plácidos paisajes verdosos y amarillos y los campos segados. 


Trenes que no recorren el camino como una exhalación sino que se lo piensan, que se toman su tiempo para llegar al destino fijado. Así una puede hacerse una idea, lo más clara posible, de lo que deja atrás y lo que se aparece. Había una colmena en cada uno de los campos. Se cerraba herméticamente y, si te acercabas a su alrededor llevando en la mano una rebanada de pan con miel, entonces las abejas, algunas abejas, revoloteaban un buen rato en torno a ti. Terminabas cambiando ese espacio por otro más tranquilo. Algún poyete de piedra en el que sentarte a pensar. Los pensamientos tenían un cariz muy variado. Casi siempre sufrías por amor o reías por amor. El amor era el leit-motiv, seguro que esto era algo que lograban advertir las abejas, al fin y al cabo ellas saben mucho de dulzor. 

En otro lado del mundo, en la campiña inglesa, sucedían crímenes y líos domésticos. Aparecían detectives de largos mostachos, con aire francés y estilo ceremonioso. Entonces todo se complicaba al extremo y había que darle vueltas a la noria y exprimir la imaginación. Era interesante hacer conjeturas aunque nunca se acertaban. Al fin y al cabo, los libros de policías y ladrones tienen el privilegio de convertir el despiste en una auténtica belleza inconclusa. La incertidumbre es un regalo. 

Al otro lado del canal de la Mancha, sin embargo, la frondosidad de los bosques hacen espesa la caída de la tarde. En las haciendas del siglo XVI se toman helados de frambuesa en esos recipientes de cristal tallado que pesan tanto y que le dan un aire aristocrático a la caída de la tarde. Te sientas allí, junto a una mesa de madera que tiene cien años, y te parece que toda sorpresa es poca y es posible. Alguien llegará y cantará una canción que repite siempre alguna frase que te hará sonreír en voz baja. 



Más al sur, en el sur más alejado de todos, los pies se hunden en la arena cuando, recién amanecido, recorres de un lado a otro, vigorosamente, sus orillas. Al fondo, el océano. Detrás de ti, el emergente porvenir en forma de blancas siluetas y, por todos lados, las huellas, los testimonios, de un tiempo que pasa muy deprisa y que quieres detener siquiera sea por un momento exacto, que coincida con el crepúsculo, que coincida con el final de los afanes del día. 

Hacia la gran sonrisa del azul, como si nada fuera necesario, como si nada hubiera escrito su final, como si nada estuviera perdiéndose en la llama, así, de ese modo sutil, en el vocabulario, en el verso y la prosa, capaz, después de todo, de llamar a la vida. 


(Título: verso de John Keats. Pinturas: Edward Steel Harper)

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