Tom Sawyer, pintando la valla
La niña aprendió a leer sola. Aún no había cumplido cuatro años. La madre se dio cuenta un día que paseaban por la calle del cine. Llevaba a la niña de la mano y la observaba mover silenciosamente los labios. La calle rodeaba al cine de verano y en su pared blanca y alargada se veían, colgados, enormes cartelones que anunciaban las películas. La niña se paró delante de uno en el que se veía a una pareja joven abrazada: “Romeo”, dijo. Y, al instante: “Julieta”. ¿Romeo y Julieta? dice la madre. Sí, contesta la niña. Esa noche en el cine se vería la película de Zeffirelli y allí estaba el anuncio, con Olivia Hussey y Leonard Whiting mirando a cámara. Cuando llegaron a la casa, la madre preguntó a la niña: ¿Qué película era esa?. La niña contestó: “Romeo y Julieta”. Y se fue saltando a la pata coja y repitiendo una y otra vez, romeo, romeo, romeo, romeo…
La niña había aprendido a leer sola en los carteles del cine y también en el periódico que su padre dejaba en una esquina de la mesa del comedor después de leerlo entero, de cabo a rabo. Señalaba las palabras con el dedo y se paraba en algunas. Entonces miraba a la madre y la madre le decía: “Aquí dice esto y esto y esto”…Así que también el periódico fue un libro de lectura para la niña, una cartilla. Cuando llegó al colegio la maestra se dio cuenta enseguida, porque era una maestra muy joven y entregada, que la niña ya sabía leer y que dibujaba las letras para componer palabras. Entonces puso en marcha uno de sus métodos propios, tan modernos para la época, y la tuvo repitiendo en el cuaderno varias veces al día cuatro frases: “El gatito va de paseo”, “El pollo mira la choza”, “El muñeco feo se peina”, “Abuelo, se cayó la jaula”…La maestra le dijo a la madre que en esas cuatro frases estaban todas las sílabas del mundo y que la niña debía practicar con ellas para aprender la grafía y no “dibujar”, sino “escribir”. Las frases venían en unas cartulinas plastificadas blancas, con las letras en negro. Las cartulinas venían acompañadas de una caja con las palabras separadas y de otra con las sílabas. Era un material muy entretenido y la maestra pidió a la madre que la ayudara porque la niña iba más adelantada que el resto y necesitaba satisfacer su deseo de aprender a leer y a escribir cuanto antes.
Así que, por las tardes, la madre y la niña sacaban de las cajas todos aquellos trozos de cartulina, los extendían por la mesa verde de la cocina y se ponían a practicar en voz alta, una y otra vez, una vez más, todas las tardes.
Era una casa humilde, en la que no había lujos, ni sobraba dinero. Más bien se ajustaban las cuentas continuamente para que cuadraran. Una sola vajilla, una cocina sin muebles americanos, una mesa verde para comer, escribir y charlar, dos dormitorios con colchas blancas de algodón y cortinas cosidas por la madre. Un comedor reducido con una televisión en blanco y negro. Una casapuerta pequeña y, al fondo, un patio diminuto, con un arriate, un banco de piedra y un toldo. Eso era todo. Pero la madre compró a la niña una librería pequeña, de cuatro baldas, de color blanca, y allí fue colocando los libros que la niña leía. Y los tebeos. El padre habría querido tener un hijo en lugar de una hija, por lo menos al principio, y quizá por eso le regalaba tebeos de guerra y de súper héroes. La niña los leía y luego los colocaba ordenadamente en la librería blanca, que se iba llenando y llenando. La librería solo cabía en un sitio, un pequeño recodo que se abría justo antes de llegar al dormitorio de los padres, al fondo del pasillo. El cuarto de los padres era el único que tenía una ventana a la calle y la ventana tenía un pretil muy fresco y agradable para el verano donde la niña se sentaba a leer y la madre a coser. Ambas absortas, ambas en silencio, ambas acompañadas.
Cuando la niña cumplió ocho años le regalaron un libro. Era un libro para chicos o eso parecía por la portada. Un gran barco y un niño con sombrero y pantalones con tirantes. El libro era Las aventuras de Tom Sawyer y lo leyó la niña en voz baja y luego lo leyó la madre y ambas lo leían en voz alta e incluso hacían como que eran aquellos personajes. A la niña la tía Polly se le parecía a Manolita, una vecina de la calle que era para ellos como de la familia. Salvo las gafas, porque Manolita se preciaba de tener vista de lince, todo lo demás era muy suyo. Esa forma de autoridad que asustaba a los niños, aunque en el fondo sabían de su ternura. Esa manera de organizar la casa, a modo de cuartel de instrucción. Esa listeza a la hora de adivinar los trucos. Y su ironía, y su pena por los niños que, eso se veía, tenían las cosas torcidas desde chicos. Un día, la niña observaba las evoluciones de un vecino, Enrique, un poco mayor que ella y bastante descarado. El niño se movía de una ventana a otra de la calle, usando un palito para hacer ruido en los barrotes de hierro. El ruido taladraba los tímpanos y el dueño de la tienda le advirtió dos o tres veces que parara. Pero Enrique no era de esos. No se iba a dejar amilanar por un tendero gritón aunque pacífico. De modo que continuó con su perorata en las ventanas, con su palito que se doblaba pero no se rompía y corriendo de una ventana a otra de la acera. La niña, que lo estaba contemplando sentada en el escalón de su casapuerta, creyó que algo así haría Tom Sawyer si pudiera, si en su pueblo hubiera ventanas y él tuviera el tiempo necesario para batir los barrotes con el palo.
En el libro se hablaba de la “escuela dominical” y eso sonaba muy raro. No sabía lo que era hasta que no leyó la historia. A veces le daba pena de los tres niños, de Syd, Mary y Tom, porque los tres eran huérfanos y estaban a cargo de una tía. La tía Polly era buena persona pero demasiado estricta a veces y debía resultar complicado estar atados a normas cuando se vivía en un paraje tan agreste (“agreste”, otra palabra que aprendió leyendo el libro). En ocasiones también sentía compasión por la propia tía, teniendo que ocuparse de tres niños en lugar de vivir su vida, charlar con las amigas o pasear por los alrededores del pueblo con toda tranquilidad. Le debía costar trabajo llegar a fin de mes con esa prole.
La escena de la valla no la olvidó nunca y se la leería a su propio hijo llegado el momento. De modo que Tom se había ingeniado ese truco para aprovechar el castigo y convertirlo en placer. Ese truco te enseñaba varias cosas, como que lo prohibido siempre nos atrae y también que hay personas capaces de convertir un problema en una oportunidad. Esto, que era entonces una cosa suya, le pareció escucharlo a modo de eslogan años después.
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