Duelo



Pintura de Odilon Redon

No sé cuánto duran los duelos. El mío va para doce años. No pensé que fuera a durar tanto. Activo, quiero decir, como los volcanes que arrojan lava lenta y corrosiva sin parar. Creo que lo empecé durante su enfermedad, dos años enteros en los que me iba despidiendo internamente de las cosas que, estaba segura, iban a desaparecer con su muerte. Sí, debió ser así. La vida cotidiana y sus ritos tienen un ritmo que se iba cortando poco a poco. Todas esas despedidas parciales anticipan el duelo y yo derramé tantas lágrimas que me había quedado sin ellas cuando murió. No pude llorar entonces y, asumiendo que debía hacerme cargo de todo y que nadie haría ese trabajo por mí, puesto que él ya no estaba, me sumergí en papeles, decisiones, oficinas bancarias, sucursales de hacienda, más papeles, portátiles y llamadas de teléfono. Pero esa, entonces, ya no era yo. El último yo desapareció el día en que una mala noticia avisó de lo que podía suceder y entendí que sucedería aunque no lo comenté con nadie y a nadie le narrado más tarde que ese día, delante de la óptica, cuando trajo las radiografías, yo ya me comencé a despedir. La nube negra se instaló sobre nuestras cabezas y ahí siguió hasta dos años después. Hasta su muerte. Y luego cambió de color y permaneció el primer año y cambió de nuevo y está todavía sobre mi cabeza, la noto, la veo, la percibo. Da igual el color, tapa el sol, oculta el azul, te cubre. 

El duelo está activo y todo lo que lleva consigo. La rabia, la ira, la incomprensión, las dudas, la amargura, la pena, y otra vez la ira y la rabia, redobladas. 

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