Estaban las
hermanas Úrsula y Gudrun subiendo una empinada cuesta. Úrsula es pelirroja y
tiene unos ojos del color de la oliva. Gudrun es casi rubia, sobre todo cuando
los rayos del sol caen directamente sobre su pelo.
Es una tarde de
verano, dorada y cálida, llena de olores y sabores, una tarde de cambios y de
expectativas. El tiempo del trabajo había terminado. Úrsula había cerrado la
pequeña escuela, despedido al último de sus alumnos y guardado sus libros en un
espacioso bolso de bandolera, un viejo bolso que la acompaña casi siempre y que
ha dejado en casa, junto a la puerta de entrada.
Por su parte,
Gudrun ha enrollado un pergamino que estaba decorando, inclinada junto a la
ventana, atrapando la luz que parece escaparse, y ha dejado los lápices de
colores en una bonita caja de latón dorado. Desde ese momento, libres del
trabajo, todas las horas pasarán al mismo ritmo, despacioso, lento,
interminable, a veces; rápido como un torbellino, en otras ocasiones.
Un griterío ha hecho acercarse a las hermanas
a las orillas de la colina. Tras un primer momento de incertidumbre y de
sorpresa, han adivinado lo que pasa. Hay una boda. Se casa la única hija del
rico hacendado Crich y todos han dejado sus casas, las oscuras, pequeñas y
escondidas casas de los mineros, para atravesar la colina e intentar no
perderse nada.
Son las gentes del
pueblo que reclaman toda la atención ante el paso del cortejo: en éste se ven mujeres
altas y elegantes sobre pronunciados tacones y bajo enormes sombreros; plumas
grises, foulards, capas brocadas, vestidos de seda, muselinas y encajes, todo flotando
en un mar de colores pastel. Se ondulan los cabellos al aire, los tocados se
mueven con el batir del suave viento, las miradas se mantienen firmes, rectas,
hacia adelante, intentando no ver nada de la fealdad de aquellos que contemplan
el paso de esta inusual procesión.
Los hombres del
grupo tienen una expresión grave y circunspecta, los dedos abrazando el tibio
chaleco de color crema o gris, debajo del chaqué. Hablan entre ellos con
palabras cómplices, esperando todos el gran momento, la aparición del novio,
primero; de la novia, después.
El novio ha llegado
raudo, en una carretela adornada por las mujeres jóvenes de la familia, con
lazos brillantes y pequeños ramilletes de rosas de Francia. Tiene la cara muy
encarnada y los ojos entornados para evitar el sol poniente. Parece satisfecho.
Junto a él, altivo, inabordable, Birkin, su padrino, con gesto de no querer
entender nada, de desear que todo pase rápido.
Úrsula lo ha
mirado un momento y ha sentido otra vez, como hace unas semanas, ese
desasosiego de saberlo lejano y perdido en otro mundo, de no poder asir de
ningún modo lo que él es y lo que piensa. Ella no sabe si él la mirará, si la recordará
en ese sitio tan inapropiado, lejos del trabajo, del aula y de los libros. No
sabe si tendrá en su memoria esos momentos únicos de aquellos días cuando han
contemplado ambos, sin querer perderse detalle, el asombroso color de los
pistilos de las flores de estío.
El coche de la
novia no llega. Las mujeres, el gentío, se desparraman por la colina intentando
atisbar el milagro. El sol arranca destellos a los tocados y a las medias,
rosadas y color violeta, de algunas invitadas. Úrsula y Gudrun se han
contagiado de esa ansiedad, de ese total deseo. Es preciso que, al fondo del
camino, aparezca el coche negro tirado por los cuatro mejores caballos de la
casa. Es preciso que el novio deje de pasearse impaciente por las escalinatas
de la iglesia, tiene que llegar la novia y aplacar los gritos de las mujeres y
las risas calladas de los hombres.
Úrsula se coloca,
por un momento, en lugar de la novia. Si ella estuviera no se sabe dónde,
llegando desde otro lugar inopinado, esperando encontrarlo al lado de la
iglesia, junto al altar, quizá, con ese gesto diferente a todos…
De pronto, alguien
avisa, ahí viene, dice una voz de mujer joven, ahí viene, repiten todos, ya se
acerca… Los caballos tintinean en alegre alborozo y un rosario de cintas
blancas inunda el camino. El coche cruza veloz por la vereda y aplasta en las
orillas multitudes de pequeñas amapolas, de humildes margaritas silvestres. El
coche se acerca a la puerta de la iglesia pero, de pronto, de forma inesperada,
da un giro y se pierde en la parte de atrás. Oh, exclaman todos los rostros… en
un grito de sorpresa que llena también los ojos y las manos. Oh, parece decir
el rostro preocupado del novio…
Pero no hay
motivo.
Sujetándose el
vestido con las manos, el velo ondulante, la pequeña diadema en precario
equilibrio, en lo alto de la escalinata, más cerca que nadie de la puerta de la
iglesia, aparece la novia, entre la risa y el rubor de saberse esperada por
todos.
Así, en un
momento, el novio la ha visto y ha corrido, ha cruzado veloz los escalones y
dejando atrás todo, el padrino, las gentes y el sol fuerte de la tarde de
verano, ha tomado a la novia del brazo y, juntos, sin ceremonia, han cruzado el
umbral de la iglesia.
Úrsula y Gudrun
han respirado tranquilas pero sólo por un momento. La tranquilidad no está
hecha para ellas. Gudrun ha vislumbrado tras un grupo la figura alta de Gerald
Crich, el hermano mayor de la novia, el heredero del imperio de las minas
Crich, muy rubio y tostado por el sol, con su mirada de siempre, franca y como
si quisiera hacerse perdonar ante todos su belleza y su dinero.
Las gentes del
pueblo lo contemplan como a un dios, un dios rubio en medio de la negrura de
las minas. Gudrun sólo ha hablado con él un par de veces, pero ha percibido ya
ese tintineo del corazón, ese resorte que la empuja a querer estar sola para
pensar en él.
A nadie, ni
siquiera a Úrsula, ha querido comentarle nada. Si habla de eso, el secreto
desaparecerá y se convertirá en algo sórdido, tan lejano e imposible como
parece. Ella, la hija de un maestro, una bohemia sin remedio asida a sus
pinceles; él, el todopoderoso futuro dueño de medio país de las sombras.
Birkin ha saludado
ligeramente con la cabeza al pasar junto a las hermanas. Las ha mirado a las
dos aunque su saludo va dirigido a Úrsula, que no ha sabido responder, salvo
con un pequeño gesto de los ojos. También a ella parece haberle llegado la hora
del amor y, sin embargo, no logra poner en orden sus pensamientos ni encontrar
un motivo para alegrarse.
Pensar en él le
produce dolor, mucho más en estos momentos, cuando están separados por la
distancia que media entre los invitados a la elegante boda y los curiosos. Ella
está entre los curiosos, aunque no tiene nada que ver con la gente oscura de
las minas, aunque ha estudiado y en su casa se leen libros y libros. Pero se
trata de una distancia mayor que la física, una barrera invisible que separa al
mundo del dinero y el bienestar de ese otro, en el que se mezclan y se
amontonan los trabajadores y los soñadores como ella y su hermana. Eso le
parece humillante porque, entre los amigos del novio, está Hermione, vestida de
pantera, con un sombrero de plumas grises y azuladas que lleva con la desgana y
el porte de quien se sabe dueña de casi todo, menos de Birkin, espera Úrsula.
La misma Hermione
que, sin pedir permiso, cruzó días pasados el umbral de la escuela para
interrumpir ese momento único en el que Birkin y Úrsula miraban con detalle el
nacimiento de una flor nueva.
La gente se
repliega hacia sus casas. No vale la pena esperar la salida. El sol cae despidiéndose
y las puertas de la iglesia se cierran torpemente, dejando fuera a todos,
incluso a las hermanas que, sorprendidas cada una en sus pensamientos, se han
quedado estáticas un momento, antes de bajar la colina, sumergida cada una en
su propia esperanza: un amor que traspase la fealdad de las Middlans y las
lleve de vuelta al paraíso.
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