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Mostrando las entradas etiquetadas como Joel Meyerowitz

Entre los olivos

Campo, campo, campo y entre los olivos los cortijos blancos. (Antonio Machado) Si aprendes a hablar recitando poemas todos los poemas se convierten en tu vocabulario. Una palabra sigue a la otra y la otra está al acecho. Así el campo es una palabra tres veces dicha y los olivos están ahí, aunque no los veas. Estás entre los olivos, aunque no te vean.  Si naces junto al mar y no lo percibes salvo cuando sales de la ciudad y lo descubres rodeando las entradas, junto al puente de piedra, los fuertes napoleónicos, el istmo susurrante que continúa siendo el parapeto para todas las conquistas, entonces el campo es otra cosa, una entelequia, un sueño. Tú hueles a verdín y el campo huele a verde. Una vez me dijeron que allí el campo era de juguete, que no era un campo real, sino un decorado, que todo estaba rodeado de cercas y alambradas, que la naturaleza no podía moverse, prisionera de las labores y de las vendimias. Ese otro campo, el tuyo, tiene la gracia de ser verdad

El cumpleaños

  (Foto de Joel Meyerowitz) Todos los 3 de diciembre comenzaba la navidad. Era un día de alboroto precedido por otros días de misterio y de susurros. Nadie hablaba abiertamente de lo que el 3 sucedería pero los hijos se movían por la casa sigilosamente y la madre tapaba y destapaba las ollas, hacía la masa de las tortas y guardaba en la despensa manjares inusitados, aquellos que los niños esperaban con impaciencia tanto como los regalos. El 3 de diciembre era día de fiesta mayor en esa casa, por lo que se celebraba y por lo que significaba esa celebración. El día antes se pasaban todos el rato doblando papeles de colores para guardar regalos, cosas simples que cada uno había conseguido a su manera. Había dibujos escolares, unas nueces convertidas en barquitos con palillos de dientes, algunos puzzles inventados, libros hechos a mano, un par de corbatas, un pañuelo de cuello, una bufanda, calcetines oscuros y camisas blancas, pijamas de rayitas, la bata de casa, el albornoz, las cajas de

El último modelo

Le encantaban los coches. Le parecían un artilugio serio, una máquina inteligente, un bombón, un lujo. Siempre quiso tener coches y guiarlos, cruzar con ellos el mayor espacio de tierra posible, las mayores extensiones. Un coche y unas gafas de sol, la vida.  Con un aire de Alain Delon apacible y quizá unas gotas de Sir Laurence Olivier por eso de la elegancia, era posible verlo con su camisa blanca arremangada, su pantalón de dril color canela y una sonrisa efímera pero imponente. Las mujeres lo adoraban y las chicas se enamoraban de él. Él las quería a todas pero más a su coche. Porque sabía que el coche podía cambiarse a modo y ellas eran una pesada cruz si se empeñaban.  Las noches eran esos momentos en los que las verbenas refulgían, las ferias tenían el sabor antiguo del algodón en nube y las mesas de las casetas se llenaban de pasiones inconfesables, todas ellas perdidas, todas ellas asustadas, todas ellas demasiado evidentes. Y por eso prefería la luz del día, cuand