El cumpleaños

 


(Foto de Joel Meyerowitz)


Todos los 3 de diciembre comenzaba la navidad. Era un día de alboroto precedido por otros días de misterio y de susurros. Nadie hablaba abiertamente de lo que el 3 sucedería pero los hijos se movían por la casa sigilosamente y la madre tapaba y destapaba las ollas, hacía la masa de las tortas y guardaba en la despensa manjares inusitados, aquellos que los niños esperaban con impaciencia tanto como los regalos. El 3 de diciembre era día de fiesta mayor en esa casa, por lo que se celebraba y por lo que significaba esa celebración. El día antes se pasaban todos el rato doblando papeles de colores para guardar regalos, cosas simples que cada uno había conseguido a su manera. Había dibujos escolares, unas nueces convertidas en barquitos con palillos de dientes, algunos puzzles inventados, libros hechos a mano, un par de corbatas, un pañuelo de cuello, una bufanda, calcetines oscuros y camisas blancas, pijamas de rayitas, la bata de casa, el albornoz, las cajas de cartón para guardar colecciones de tantas cosas como coleccionaba, algo de música, entradas para el fútbol, y siempre, siempre, siempre, sin que faltaran nunca, los botes de agua de colonia o de perfume, eso que era tan imprescindible para alguien que tenía la elegancia de Cary Grant y el porte de Lawrence Olivier. Sin cortapisas. Sin exageraciones. La elegancia no es un aditamento postizo, se nace con ella. Eres elegante si naces con elegancia y si eres elegante en todos los contextos, incluso en los más difíciles, incluso en el trabajo duro, incluso si tus manos se endurecen y se llenan de heridas. Incluso entonces, la elegancia hace que muevas tus manos como si fueran palomas y que hables como si tu voz se hubiera escrito en un pentagrama. Todos los 3 de diciembre recibía sus regalos como dones, pasaba el día con la familia, amanecía con esperanza y se dormía con sonrisas. Todos nosotros sabíamos que, el día que faltara, el 3 de diciembre sería un peso en el corazón que nada quitaría, que nada aliviaría, que nada convertiría en agua clara. Un peso para recordarnos que fuimos felices siendo partes pequeñas de una cosa total que se llama familia y que era su familia. 

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