Una vez que iba a acabarse el mundo las hijas permanecieron encerradas con la madre en una habitación durante horas. Era el cuarto de los padres y estaba siempre cubierto de una pátina de misterio. En esa alcoba pasaban las hijas el sarampión y las paperas, los resfriados y las gripes y allí jugaban a las palabras, a contar cuentos o a cantar canciones de pena cuando la lluvia se volvía tan pertinaz que no era posible ir al colegio. Pero ellas intuían que ahí "ocurrían cosas" que les estaba vedado conocer, que pertenecían al mundo de los mayores, al terreno de lo sublime. Todos los días se preguntaban qué significaba amar y ser amadas. Había en ese cuarto una peinadora con un espejo grande, ovalado, alto y con aire modernista. Delante del espejo las hijas ensayaban posturas, sonreían, fruncían los labios y pensaban en que, algún día, un beso de película las transportaría al paraíso del amor. En el espejo se reflejaban los rostros de los chicos del momento, aquellos
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