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Mostrando entradas de octubre, 2019

"Con todas las de perder" de Víctor Jiménez. Poesía.

Lo más enternecedor de los libros de poesía es que son pequeños. La mayoría tienen pocas páginas y portadas en colores desvaídos y melancólicos. No imagino un libro de poesía teñido de rojo o de azul intenso. Son suaves y discretos, como estos que andan ahora por aquí.  La copla flamenca, el soporte del cante, tiene hondura cuando se resuelve en soleares. Esa copla es un inmenso recipiente que contiene versos populares y versos de autor. Versos como besos. No me gusta esa distinción entre "lo popular" y "lo culto", porque se confunde la tradición oral, tan fresca y sin compostura, con lo poco versado o lo vulgar. Al mismo tiempo se le da una pátina de superioridad a la copla de autor, por el simple hecho de que sabemos quién la ha escrito y porque su autor ha dejado plasmado en ella su nombre.  Lo popular aparece en el flamenco con el exacto ajuste que el tiempo le ha otorgado. Poesía hecha por decantación, medida y sin sobrantes. El eco popular nutre,

Cine, flamenco y tópicos

Parece que la única mirada que interesa al cine es la que abre la puerta al tópico andaluz, a las juergas de los señoritos, a la miseria que se alivia con el cante, a la relación entre toros y flamenco, omnipresente. El flamenco actúa así como una suerte de ambientación, de telón de fondo, delante del cual transcurren las historias, sin apenas contaminarse, sin desvelar nada de lo que se oculta tras la fiesta, el bullicio o las celebraciones. Las películas contribuyen a asentar el estereotipo del andaluz, ya reflejado en las narraciones de los viajeros románticos, tan alejadas de la realidad. Su pervivencia en la composición de personajes llega hasta nuestros días, pues proliferan en las series televisivas los andaluces graciosos, las chachas con deje andaluz, los cuentachistes… En algunas películas esa fiesta va asociada a los ritos familiares, bautizos, bodas, entierros o a las costumbres populares de más arraigo, romerías y ferias, y aparece como un elemento más del paisaje

¿Técnica o sentimiento?

En una entrevista concedida el mes de junio de 2008 al Diario ABC de Sevilla la bailaora Eva Yerbabuena ponía el dedo en la llaga en esa famosa duplicidad que impregna la discusión flamenca desde hace años. No es esta la única polémica en la que este arte se halla envuelto, revitalizándose con discusiones entre aficionados o entre expertos. Más bien, el flamenco tiene la virtud de saberse retroalimentar con cíclicos enfrentamientos que posicionan en lugares opuestos a sus seguidores. El más antiguo de ellos es el que se refiere a su origen pero también tiene un papel relevante en los debates todo lo que atañe a la vieja discusión entre profesionalidad y amateurismo (que tuvo su auge en el Concurso del año 22), o lo referido a la distinción entre Cante chico y Cante grande. En este último caso, aunque nos pueda parecer superada esta clasificación, la disputa todavía reverdece con motivo de experimentos y espectáculos de cierta novedad.  Unido a lo anterior, cómo no, la gran lín

Neurótico pero genial

Nunca sabremos si las neurosis de Allen hicieron salir a la luz las de los demás o si las crearon directamente. En los años setenta, en los tiempos en los que se rodó esta película y años posteriores, se puso de moda ir al psiquiatra y se convirtió en un pasatiempo de los grupos de amigos el darle vueltas y vueltas a los argumentos de las películas o los libros. La discusión, la charla, la conversación, estaba en su punto más alto. Era lo más cool. Pero no la insustancial, nada de hablar de trapitos o de amoríos, sino todo con mucho más altura. Si hablabas de amor lo hacías de la incompatiblidad de las parejas, de lo imposible que es durar y otras cuestiones que hacían devanarse los sesos a los jóvenes de antaño. Si salía el tema de la política comenzaba a cundir el pesimismo, o, al menos, el escepticismo. Así era también Woody Allen, cuyo tema de conversación favorito versaba sobre esto: Woody Allen. El narcisismo cinematográfico alcanzó aquí las cotas más altas y, como consecuen

Suite Irene

Hace algún tiempo llegó a mis manos un pequeño librito, de título “El baile”. Un librito delicioso, aunque con un fondo amargo, sin duda, un fondo de infelicidad. Crueldad, venganza, pero de guante blanco, en el seno de una familia refinada, algo que duele, como una fina daga que nos traspasara. Su prosa era tan brillante, tan ajustados sus adjetivos, tan limpiamente resuelta la historia, que me sedujo y, como suele ocurrirme, quise saber quién era la persona que lo había escrito y, también, quise leer otros libros de esa misma autora. En esa búsqueda di con Irène Némirovsky (1903/1942), de la que ahora escribo, con emoción sí, porque su hallazgo, el encuentro con su voz, ha supuesto quizá uno de esos raros momentos de felicidad que suceden cuando, entre tus lecturas, hallas un eco esplendoroso, una voz única, un estilo inconfundible y alguien en quien encuentras mucho de lo que consideras tuyo.  La lectura de sus libros me llevó a su persona. ¿Quién estaba detrás de esas

Del Nobel y otros premios

     Las maravillosas fotografías de las chicas estudiantes de Nina Leen ilustran esta entrada escrita el mismo día en que se anuncian los dos últimos Nobel de Literatura. Aguzo el oído y me pregunto si conozco a alguno. Él me suena de algo, de ella no sé nada. Apuesto dos piruletas de fresa a que es lo mismo que piensa la mayoría, incluso, yo diría, que eso de sonar es también algo exótico. Los Nobel de Literatura son esos premios que el año pasado no se dieron y que ahora aparecen por partida doble. No se dieron porque la cosa estaba turbia, muy turbia, y el tinglado, como el de la antigua farsa, se hundió. De cómo lo hayan reconstruido no tengo noticia, pero resulta muy sospechoso todo y el tufo que antes tenía, de amiguismo y de enchufismo por la cara, no se ha desvanecido.  Por desgracia, esa misma desconfianza abarca a la gran mayoría de los premios. Los que empiezan, porque necesitan nombres de prestigio para asentarse. Los que tienen larga tradición, porque no pue

El hombre que quería ser cantaor

Desde hace mucho tiempo me vengo encontrando con Ignacio Sánchez Mejías. Acercarse al flamenco sin llegar a su figura es difícil, por no decir imposible. Porque es una de esas personalidades que están a la vera del arte, en ese territorio que ocupan los que han sentido el flamenco hasta el fondo, los que son hondos sin que podamos atribuirle ocupación flamenca alguna. El flamenco concita rechazos y unanimidades. El rechazo suele producirse entre aquellos que no lo conocen, que se dejan llevar por ideas preconcebidas o que no han profundizado en su esencia. Es imposible acceder a ella y no amar este arte. Entre las unanimidades un gran número de personas destacadas en campos diversos que llegan al flamenco arribando desde puertos difíciles y se quedan ahí, anclados, ya para siempre, en sus orillas.  No sé por qué llegó a mis manos una edición de los Artículos periodísticos de Ignacio Sánchez Mejías, buceando en alguna librería, seguramente con ocasión de uno de mis paseos lite

Clarice Lispector. La razón del silencio

Clarice era Chaya cuando vivía en Ucrania y antes de cambiarse el nombre, como hizo toda su familia. Hace poco conocí a una niña ucraniana a quien habían evacuado de allí por motivos bélicos. Todavía hay motivos bélicos para salir de Ucrania. La niña ucraniana es muy rubia y no habla. No le interesa lo que decimos ni quiere contarnos su vida. Todo se lo guarda para ella sola. Quizá Lispector era así al principio de todo, callada y con razón.  Como ocurre con muchos escritores ha llegado el momento en que todos los críticos alaban su obra, recomiendan su narrativa y ha obtenido un reconocimiento más allá de lo que ella misma esperaba. En realidad desconocemos si esperaba algo, algo más que vivir y que expresarse del modo en que sabía: plasmando en palabras emociones, sensaciones, sentimientos. Sus cuentos y sus novelas tienen un aura sensorial aplastante. Las frases cortas no se andan con rodeos. Pero no se queda en la superficie a pesar de que es fácil reconocer detalles conc

Se ha escrito un crimen

Eran las seis de la tarde de un verano especialmente caluroso. Una ciudad costera. A esa hora todavía la brisa atlántica no refrescaba la calle. En el número 46 alguien abre el portón, gris oscuro y con una mano de brillante latón como llamador, y arrastra pesadamente una enorme caja de cartón hacia fuera. La caja está desvencijada, rota en sus laterales y de ella emanan, como si fueran un caudal interminable, libros, libros, libros. La caja se coloca en la acera y una niña de doce años, a punto de entrar en la adolescencia, se sienta en el suelo, allí, en la solitaria calle y recorre uno a uno los títulos de los libros que va sacando con cuidado y colocando en un montón junto al escalón de la casa. De entre esos títulos hay uno que le llama la atención. “El misterioso caso de Styles” reza la portada y en ella se ve un puñal ensangrentado que se clava en el cuello de una mujer anciana. No se ve el rostro de la mujer, ni la mano asesina, solamente el puñal y el fondo de una tela de

"Churchill. La biografía" de Andrew Roberts

Una portada tan poco fotogénica como el personaje encierra un libro tan voluminoso que ha de leerse despacio, rodeada de notas y mapas, y, sobre todo, con el sosiego de las ideas no preconcebidas. Te reconcilia con la Historia, esa que estudiaste en la Facultad y que te convirtió en una adicta a las fuentes de la verdad. La que, por el contrario, te impide disfrutar con novelas supuestamente históricas que son cualquier cosa menos verdaderas. La Historia no necesita novelarse, piensas. En sí misma es, si se cuenta bien, una lectura espléndida.  Hay personajes muy biografiados. Ejercen una atracción especial y guardan tantas aristas que los historiadores no pueden resistirse a investigar sobre ellos y a escribir. En el caso de Churchill su vida, o al menos alguna parte de ellas, ha sido también objeto de múltiples artículos de prensa, de referencias e, incluso, de películas, las últimas muy recientes. Colateralmente aparece en diferentes formatos a la hora de recordar los episod

"Casa de muñecas" de Henrik Ibsen

Diré algo que mucha gente no entenderá: me gusta leer el teatro pero no me gusta verlo representado. No me creo lo que pasa en el escenario pero sí lo que leo en el papel. En cambio, el cine es el lenguaje que más fácilmente me hace conectar con una historia y, en los malos tiempos, el antídoto y la medicina. Creo en el cine pero no en el teatro. Una aberración. No sé qué hubiera pasado de poder contemplar en The Globe Theatre la obra de Shakespeare interpretada por él mismo.  "Casa de muñecas" es una obra espléndida, inquietante, que leí demasiado pronto y que demasiado pronto me hizo revolverme contra determinados egoísmos matrimoniales. Recuerdo que alguien me regaló un tomo con las obras de Ibsen y que leí esta con la facilidad con la que se transita por un terreno hermosamente abonado. El personaje de Nora es uno de esos que siempre recuerdas y que te inspiran cosas y casos. En mi calle de la infancia había alguna Nora reconocible y otras que estaban ocultas en D