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Del Nobel y otros premios


     Las maravillosas fotografías de las chicas estudiantes de Nina Leen ilustran esta entrada escrita el mismo día en que se anuncian los dos últimos Nobel de Literatura. Aguzo el oído y me pregunto si conozco a alguno. Él me suena de algo, de ella no sé nada. Apuesto dos piruletas de fresa a que es lo mismo que piensa la mayoría, incluso, yo diría, que eso de sonar es también algo exótico. Los Nobel de Literatura son esos premios que el año pasado no se dieron y que ahora aparecen por partida doble. No se dieron porque la cosa estaba turbia, muy turbia, y el tinglado, como el de la antigua farsa, se hundió. De cómo lo hayan reconstruido no tengo noticia, pero resulta muy sospechoso todo y el tufo que antes tenía, de amiguismo y de enchufismo por la cara, no se ha desvanecido. 


Por desgracia, esa misma desconfianza abarca a la gran mayoría de los premios. Los que empiezan, porque necesitan nombres de prestigio para asentarse. Los que tienen larga tradición, porque no pueden perder ese mismo prestigio a manos de desconocidos. Los que llevan aparejada una alta dotación económica, porque hay que recuperar lo invertido y tirar a seguro. Los que no llevan apenas dotación pero son de culto, porque necesitan el pelotazo que los encumbre. Así, en la Literatura, que es el terreno del que hablo, todos los premios están bajo sospecha. Y todos lo aceptamos y lo sabemos. Nuestra desconfianza es común y nuestro recelo también.

Ese modus operandi se basa, no cabe duda, en una eficaz desconfianza hacia el lector. Se considera que hay lecturas más apropiadas que otras y que los lectores no somos mayores de edad en el sentido de saber discernir qué queremos leer y qué nos gusta. Nos dirigen la venta, con esas grandes promociones parecidas a la de los mantecados de Estepa, y hay un sospechoso olor a tongo en algunas designaciones, un tongo que avergüenza a los honrados y cabrea a los más temperamentales. Confieso que siento un malestar poco disimulado cuando leo las entrevistas ad hoc que determinados comentaristas hacen en determinados suplementos culturales a sus determinados autores-amigos del alma. Cada cual intenta sacar provecho de algún modo. Hoy por ti, mañana por mí. 

Me pregunto cómo hay escritores que, sin estar a sueldo de editoriales, sin hacerlo por encargo, o sin tener amigos en los jurados, todavía conservan la esperanza de que su manuscrito sea premiado. Me los imagino escribiendo día tras día, corrigiendo y volviendo a escribir. Me imagino preparando el envío, en un paquete certificado, a través del mail, o llevándolo en mano al lugar de recepción. Me imagino esperando que suene el teléfono o que salte el mensaje. Me imagino todo eso, en los puros no en los contaminados, y me causa una enorme tristeza. Pienso en Kennedy O`Toole y, sobre todo, en su madre. La madre recorriendo las editoriales para buscar al editor que, él sí, sea capaz de leerse el texto y de decidir que hay que publicarlo. A veces, en las redes, algunos de esos escritores escriben directamente su decepción. Deciden dejar de escribir, se sienten menospreciados, dudan de sí mismos y se preguntan qué hacer con su vocación en un mundo en el que no publicas si no tienes amigos en alguna editorial, si no eres presentador de televisión, famoso, ex de alguien, periodista con influencias o si no ganas un premio de aquella manera. 


Cuando sale el Nobel de Literatura, con sus extraños e irreconocibles autores, con esa rápida actuación de algunas editoriales que enseguida aprovechan el caso para decir que ellos sí, que ellos fueron los primeros, con esos reflejos de las librerías que buscan en el cielo y la tierra los ejemplares y los colocan en la puerta, a modo de reclamo, cuando veo todo eso, pienso en esos escritores sin premio y sin libro. Y pienso también en algunos otros, ellos sí, venturosamente activos, que no han tenido Nobel y, me temo, no lo tendrán nunca. Antonio Muñoz Molina o Javier Marías. Edna O`Brien o Elizabeth Strout. Algunos más que no me vienen ahora a la memoria. Poetas, sobre todo, grandes olvidados. La cosa parece haber empeorado desde los años noventa hasta ahora. Basta ver la nómina de premiados desde 1901. La mayoría de los lectores confesarán haber leído algo de, al menos, cuarenta de ellos. A partir de los noventa decae y comienza el exotismo, con ligeras excepciones. Es entonces cuando surge la broma de quién ese tipo al que han dado el Nobel. Cualquier tiempo pasado parece haber sido mejor, también en esto.

Solo el lector independiente, el insobornable, el bloguero sin ataduras, la persona libre, que escoge sin imposiciones, puede dar al libro el valor que tiene realmente, puede hacer visible lo que se oculta. El problema está en que muchísimos libros se quedan sin publicarse. Quién sabe cuántas maravillas hay en los cajones o en los discos duros de los ordenadores. 

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