Días de libros sin rosas
Hubo un tiempo, creedme, en que yo era visible. Tenía incluso cierto status, un buen cargo, gente que me hacía la pelota continuamente y algunos que, me parece, sentían de verdad algún aprecio. También la legión de envidiosos, pero esa me ha acompañado siempre, son, en realidad, mis queridos envidiosos de toda la vida. Tenía, sobre todo, una persona a mi lado con la que compartía el territorio salvaje de la vida, lo inexplorado y lo seguro. La persona murió y entonces yo me convertí en invisible. Nunca más he tenido esa luz que me adornaba cuando estaba segura de las cosas y no tenía más miedo del normal. Después de su muerte llegó la pandemia y todo se tiñó de un terror de película de catástrofes, un Aeropuerto de grandes dimensiones. Si él hubiera estado todo habría tenido un desenlace diferente pero a su ausencia se unió la incapacidad de reaccionar a un entorno hostil y desconocido. La invisibilidad ha pasado a ser mi santo y seña. Hubo un tiempo, creedme, en que el Día del Libro