Suite Irene
Hace algún tiempo llegó a mis manos un pequeño librito, de título “El baile”. Un librito delicioso, aunque con un fondo amargo, sin duda, un fondo de infelicidad. Crueldad, venganza, pero de guante blanco, en el seno de una familia refinada, algo que duele, como una fina daga que nos traspasara. Su prosa era tan brillante, tan ajustados sus adjetivos, tan limpiamente resuelta la historia, que me sedujo y, como suele ocurrirme, quise saber quién era la persona que lo había escrito y, también, quise leer otros libros de esa misma autora. En esa búsqueda di con Irène Némirovsky (1903/1942), de la que ahora escribo, con emoción sí, porque su hallazgo, el encuentro con su voz, ha supuesto quizá uno de esos raros momentos de felicidad que suceden cuando, entre tus lecturas, hallas un eco esplendoroso, una voz única, un estilo inconfundible y alguien en quien encuentras mucho de lo que consideras tuyo.
La lectura de sus libros me llevó a su persona. ¿Quién estaba detrás de esas historias, de esos argumentos, de esa manera de escribir tan llena de madurez, de elegancia? Encontré una biografía llena de dificultades, de problemas, enmarcada en uno de los períodos históricos más duros que ha vivido nuestra Europa y aun el mundo que conocemos como nuestro.
Me resultó doloroso conocer que su destino estuvo marcado por la huida y por la ocultación. La primera huida fue la de su familia, cuando escapó de su lugar de origen, Ucrania, para dejar atrás la revolución bolchevique y asentarse en París. Eso fue el desgarro, la separación, porque ella ya tenía 16 años y había florecido como una niña tímida, solitaria e infeliz, con una infancia sin cariño, con una madre que no la amaba, según la misma Irène recoge en sus libros, a modo autobiográfico. La segunda huida fue de sí misma, de su condición de judía que la obligaba a estar encerrada, a no publicar, a no tener garantizada su subsistencia y su misma vida o la de su familia. La Francia que la acogió como estudiante y luego la vio licenciarse en la Sorbona, la Francia que publicó sus primeras obras y que la aclamó como una promesa, fue la Francia que le denegó una y otra vez el pasaporte francés, la misma que la condenó, por ello, a ser deportada a Auschwitz en el año de 1942, para ser luego asesinada en ese escenario de la miseria humana. ¿Qué ganaba el mundo con la muerte de Irène? ¿Cuál fue su pecado? No mayor, desde luego, que el de otros millones de personas que murieron de la misma trágica forma.
La memoria de Irène, dejadme que así la nombre, como si fuera una vieja amiga que volviera de vez en cuando a contarme las cosas de la forma que mejor se entienden, reapareció sesenta años después de su muerte y fue debido a otro hallazgo, el de un manuscrito inacabado de la obra que al publicarse se convirtió en un suceso literario de primera magnitud. Su título “Suite Francesa”.
¿Qué es “Suite Francesa”? Básicamente el contenido de un manuscrito escondido en una vieja maleta que el marido de Irène, el ingeniero judío Michel Epstein, entrega a sus hijas antes de ser conducido a un campo de concentración. Las hijas, Denise y Elizabeth, arrastran la maleta por media Europa buscando un refugio y, andando el tiempo, copiarán con cuidado el manuscrito y saldrá a la luz ese retrato vívido, ajustado y lleno de detalles de la Francia ocupada justo antes de su muerte. De la gente, de la vida, del miedo, del sentimiento, de la huída, de la ocultación, de los silencios rotundos ante el gran aullido. En realidad, el libro cuenta la intrahistoria de la ocupación, lejos de posturas triunfalistas o de propagandas de uno u otro signo. Es la vida cotidiana, el miedo diario, los sentimientos escondidos, lo que allí se retrata, y por eso su valor excede de un simple diario o de una crónica. Es la literatura de la emoción, la que se escribe con talento y se extrae de la observación minuciosa e inteligente del mundo que te rodea.
Después de leer “El baile” y “Suite francesa”, comenzaron a llegar a mis manos otros libros, en España editados por Salamandra, y se me apareció con claridad la imagen literaria fastuosa de una mujer que, incluso, se vio obligada a firmar con un pseudónimo cuando no podía hacerlo con su nombre. De una mujer que vio negada su posibilidad de desarrollar su talento en el ambiente de tranquilidad que las almas necesitan. De una mujer que vio segada su vida y su obra por la sinrazón, odiosa sinrazón de ese tiempo lleno de crímenes que llenaron Europa del virus más mortal que podamos pensar.
“Los perros y los lobos”, “El vino de la soledad”, “El niño prodigio”, “David Golder”, “Jezabel”, “El malentendido”, “Nieve en otoño”, “El caso Kurilov”, “El maestro de almas”, “Los bienes de este mundo” y la que para mí es su obra más sentida, la que más me llega, la que más me emociona, “El ardor de la sangre”.
El fantasma de la guerra cruza su prosa. Abate sus palabras y las mueve como hace el viento con las hojas de los árboles. La guerra es un hecho absurdo, que no tiene sentido y que se opone a la razón del arte, a la razón creadora de la literatura. Las palabras de Irène se escriben desde la claridad del talento y se diferencian así de la cerrazón de quienes no entienden sino de fanatismo. Las novelas de Irène surgen como pétalos de rosa que se fueran uniendo entre sí hasta formar una flor, una gran y olorosa flor que se construyera sin que nos diéramos cuenta. Irène reverdece en cada novela que aparece publicada. Su voz se afirma, se construye, se crea cada vez. Irène nos llena.
En ocasiones, al leer sus libros, me la imagino desesperada, intentando que Francia, el país en el que vivía, la acogiera como alguien suyo, esperando huir del acoso del nazismo que la iba cercando, teniendo que disimular, teniendo que evitar salir a la luz, publicando por entregas para no despertar al dragón que estaba a punto de tragarla. Todos sabemos que con el nazismo no había modo de ocultarse. Podías mirar para otro lado, de hecho tanta gente miró para otro lado. Podías estar en silencio, intentando que tu voz no resonara. Podías, incluso, sonreír al monstruo. Pero nada de esto tenía ningún sentido. Llegado tu momento ibas a estar indefenso, iban a ir a por ti. Lo dejó dicho Brecht y no hay motivos para no creerlo.
Imagino a la escritora llena de ideas, a la madre asustada, a la esposa abrazada a su marido, a la mujer culta, a la niña solitaria, a la adolescente resentida contra su madre, imagino todos y cada uno de sus perfiles, de sus momentos vitales…y vuelvo a sentir la misma intensa emoción, por su vida inconclusa, por su destino absurdo, por su necesidad de escribir que tan bien entiendo. Irène nos cuenta tantas cosas…Y todas ellas, como si cada una de sus obras fuera una de las teclas de un enorme piano de cola, componen una sinfonía incompleta, pero, a la vez, extrañamente llena de eso que llamamos talento, de eso que llamamos expresión de vida.
Desde que conocí su azarosa biografía, su existencia plagada de circunstancias adversas, di en pensar que leer sus libros era una forma de afirmar su memoria, de reivindicar la palabra, la libertad de escribir, como la única receta posible, si no ante la muerte, al menos ante el olvido, esa terrible amenaza de destrucción de lo que existió y tuvo sentido.
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