Entre los olivos
Campo, campo, campo
y entre los olivos
los cortijos blancos.
(Antonio Machado)
Si aprendes a hablar recitando poemas todos los poemas se convierten en tu vocabulario. Una palabra sigue a la otra y la otra está al acecho. Así el campo es una palabra tres veces dicha y los olivos están ahí, aunque no los veas. Estás entre los olivos, aunque no te vean.
Si naces junto al mar y no lo percibes salvo cuando sales de la ciudad y lo descubres rodeando las entradas, junto al puente de piedra, los fuertes napoleónicos, el istmo susurrante que continúa siendo el parapeto para todas las conquistas, entonces el campo es otra cosa, una entelequia, un sueño. Tú hueles a verdín y el campo huele a verde. Una vez me dijeron que allí el campo era de juguete, que no era un campo real, sino un decorado, que todo estaba rodeado de cercas y alambradas, que la naturaleza no podía moverse, prisionera de las labores y de las vendimias. Ese otro campo, el tuyo, tiene la gracia de ser verdadero y allí puedes perderte aunque eches por el suelo las migas de pan de Pulgarcito. Nunca quise aventurarme demasiado, porque los olivos no me reconocían y, lo que es peor, yo no hallaba sitio entre ellos. Un mar ondulante al caer la tarde y una mar tranquilo en los amaneceres. Entre los olivos.
Pero después de irte, como si todo tuviera un sitio en que encajarse, después de marcharte entre olivos, olivos rodeados de ciudades y pueblos, no esos olivos a mar abierto en los que tu vida se escribió para siempre como la de un campesino de las novelas rusas, después de irte, la naturaleza ha empujado y reclamado su sitio. En las haciendas de cultivos ganados al mar, este termina por reclamar lo suyo y, al fin, la naturaleza siempre nos interroga y nos pide explicaciones. Nos rodea y nos alumbra, todo a la vez. La naturaleza está, sin embargo, en cualquier parte, incluso en esa maceta que resiste el paso del tiempo, sin agua, sin cuidados, sin miradas, sin ti.
(Foto: Joel Meyerowitz)
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