Un baile en Uzès
Nos gustaba acudir al mercado. Resplandecían las flores. Toda la plaza olía al unísono y nosotros contemplábamos ese estallido de color como si nunca antes hubiéramos conocido el rosa, el verde, el rojo, el anaranjado, novatos en los sentidos, desprevenidos, sin esperar que nos asaltara tanta belleza, tanto bullicio. Las frutas emergían en un costado y los dulces, y el pan, en hogazas, en círculos sobre una mesa de madera. Y los hortelanos exhibían con orgullo sus productos y nos miraban con la condescendencia de quien está seguro de saber más que tú. La plaza se cubría de todos ellos las mañanas de los jueves y de los domingos. Pero algunas noches, inopinadamente, sin saber nosotros el motivo o sin entenderlo quizá, la plaza se llenaba de farolillos de colores, como si fuera un cuadro de Vettriano, y entonces las figuras de los danzarines comenzaban a moverse sin avaricia. Las mesitas se situaban en torno al centro de la plaza, los camareros se movían con soltura llevando en las bandejas los vasitos de vino y los trozos de quiche y nosotros, como tantas otras veces, nos dejábamos llevar por aquel espectáculo que, estábamos seguros, nunca se iba a marchar del todo.
Las mesas estaban llenas de viejos y de jóvenes, de turistas y de gente del lugar, de risueñas señoras que se movían con gracia y las manos enlazadas y de parejas que, como nosotros, aprovechaban el sitio y la penumbra para amarse. Porque el amor siempre busca su sitio, siempre emerge donde puede, siempre se eleva sobre el calor y el frío, siempre deambula, siempre juega, siempre te hace vibrar, nunca descansa. Los sonidos de las canciones que lanzaban al aire, con desgana, el cuarteto que estaba en un escenario improvisado, llegaban a ser tan innecesarios como el chal que termina cayendo al suelo. Hace calor, pensamos, no queremos que nada ni nadie interrumpa este beso. Puede uno besarse sin parar cuando la noche ha caído, el verano te circunda y los ojos se han alejado de nosotros, no les interesamos, no somos nada, cuerpos simplemente.
El olor de las flores, el sabor de los besos y la visión de las madejas de lana, colgadas en las puertas, teñidas de colores inusuales, como si fueran adelantos de un paisaje cubierto de lilas, de lavandas, de madreselvas, de jóvenes buganvillas, de lirios azules y de rosas amarillas, tersas, limpias, nuevas, comprensivas, adustas y con un sueño trazado ya para siempre en su interior. El baile te adormece, el beso te despierta, las manos se convierten en el detective ansioso que detecta el latido, todo el latido del encuentro, del sol, del aire del amor, de la noche en Uzès, el cielo.
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