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Otoño y unas flores

 


Este otoño se presenta dudoso. No entendemos casi nada. Las novedades literarias aparecen tímidas, algunos best-sellers de esos que no me interesan, algunas novelas de gente que todos los años saca novelas, algunas excepciones. Entre estas, "La flor" de Mary Karr, cuyas primeras páginas me han dejado ganas de más. La ciudad se convierte en un marco adecuado para el paseo, el encuentro y la charla, pero las mascarillas ocultan las sonrisas. Y sin sonrisas, un rostro no es apenas nada. Me lo dijo, en su casa, en su patio, Paco Cabrera de la Aurora, ese mecenas sencillo que gastaba su dinero en agasajar a los amigos y en ofrecerles el mejor flamenco. Paco me conoció siendo yo tan joven que no sabía nada de nada, la única mujer en un universo de hombres cincuentones, hombres curtidos por la vida pero todavía expectantes, ingenuos, llenos de iniciativas que, algunas de ellas al menos, nunca se cumplieron. Al patio de la casa de Paco Cabrera, en Los Palacios, tierra de marismas, me llevó Manolo Herrera, que acaba de morirse de un cáncer rápido, tanto como el que se llevó a mi padre, hace ya veinte años, aunque Manolo ha vivido diez años más y eso, para nosotros los hijos, hubiera sido una bendición. Cuando llegué a aquel cónclave flamenco sentí que no sabía nada de nada, que era una absoluta ignorante de algo solo percibido en el cante de la familia, en los ecos de la tierra, mi tierra lejana, a pesar de estar solo a poco más de cien kilómetros. Pero el exilio sentimental, ese del que hablaba Rafael Montesinos, otro flamenco, es más duro que el físico. 


El patio de la casa aquella tenía macetas de flores, unas cómodas sillas y mucha conversación. Todo el mundo tenía algo que decir, así que yo callaba, pero no era un silencio incómodo, todo lo contrario, era la apreciación de una suerte inmensa, porque aquellos hombres (repito, todos hombres) tenían mucho que contar. Estaba Paco Celaya, mairenista de corazón, de La Roda de Albacete, una generosidad sin límite, una sonrisa impecable; estaba Antonio Rincón, poeta, escritor y médico, esa rara simbiosis que a veces da la naturaleza y que se acompañaba de una facilidad enorme para la rima y para la ironía; estaban los Pacos, estaba Manuel Ríos Vargas, de Alcalá, estaba Ricardo Rodríguez Cosano, de Lebrija, que llegaba en autobús, estaba Carlos Arbelos...Estaba Emilio Jiménez Díaz, artista por partida doble, por lo gráfico y por lo literario. Estaba más gente pero el principal de todos era Cabrera de la Aurora y era Manolo Herrera, alma mater, anfitrión sin ser su casa, inventor, encantador de serpientes, buscador de minas de oro para lo andaluz. 


Fue Paco Cabrera el que dio con la clave y el que me la expresó con gracia: "Seria, eres normal, pero cuando te ríes, eres espectacularmente hermosa". Nunca olvidé su frase y vi que sonreír era, para mí, una noble obligación de embellecimiento. No todas las sonrisas son como la mía, no todas tienen el esplendor, la calidez, que Paco adivinó en ella. Así que le recuerdo cada vez que sonrío. Es un tributo a su perspicacia. 

En esas reuniones se hablaba de flamenco. Adoraban a Antonio Mairena. Y estaba entre nosotros un baluarte firme de su cante y su recuerdo. El sin par Luis Caballero Polo. Ah, qué hombre, qué apostura, qué acento, qué inteligencia natural. Me acogió como si fuera su nieta, porque no tenía edad para ser su hija y depositó en mí esa clase de confianza que nada perturba. Me regaló discos, libros, escritos sin publicar, confidencias, horas de conversación al teléfono, horas de charla en las terrazas, horas de encuentro, comprensión, afecto, abrazos, vida, en suma. Nadie como él para hacerte sentir que la existencia no es una mera suma de días y de momentos, sino algo más, un objetivo fiel, una necesidad de ser y de sentir. Ningún resentimiento albergaba su corazón de viejo represaliado, de hijo de muertos en la guerra. Ningún resentimiento y sí mucho que hablar, mucha creatividad, mucha inteligencia, mucho arte. 


Tengo muchas vivencias con todos ellos, pero, sobre todo, con Luis y con Manolo Herrera. Qué momentos inolvidables...Después de la muerte de Paco Cabrera (oh, dolor), las reuniones se trasladaron a la casa de Paco Celaya en el barrio de Santa Cruz. Reuniones gastronómicas tanto como literarias y como flamencas. Gente de sabiduría, artistas que no cantaban ni bailaban pero que sabían transmitir, como nadie, la fuerza de la música andaluza y sus destellos. Las conversaciones cesaban a la caída de la tarde y la despedida era un hasta luego siempre. Ellos eran un baluarte contra la mediocridad, la crítica absurda y el mal entendimiento. Eran un cosmos de sabiduría sin reservas. Una fuente de amistad perdurable. Así todo. 

El otoño se abre en Sevilla con la eficacia de las flores. Mis flores se agitan y mueven sus pétalos de forma acompasada. Son hermosas. Algunas, lo confieso, ya no existen. Él, Antonio, un ser de luz que se fue hace ya siete años, las cuidaba con una mano especial, como la que poseen las gentes del campo, únicos para darle vida a la vida. Él ya no está. Luis Caballero se fue hace más de diez años. También Paco Celaya. Y ahora, inopinadamente, abriendo el tiempo de Sevilla que se dedica al recuerdo, también se ha ido Manolo Herrera. Tantas orfandades, tanta flor deshojada, tanta nostalgia, tanto calor que ya no cubre el cuerpo. No me extraña que no podamos abrazarnos. Al fin, hay abrazos que ya no podrán ser, aunque el paso del tiempo abra la veda. Otoño sin pereza, otoño de contrastes, otoño de esperanzas, otoño junto al río, otoño en la alameda, otoño en nuestra casa, otoño en Los Palacios, otoño en el color sepia del recuerdo. 

(Fotos: mis flores)

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