La mecedora


Era una casita baja en una calle trasera a la iglesia mayor. La calle tenía nombre de marino ilustre, algo muy común en aquella ciudad para la que el mar era su mayor riqueza. Las ventanas se cubrían de estores para proteger las habitaciones de la luz y del calor del verano, sobre todo el del mediodía, inclemente y sin misericordia. La habitación de la izquierda, según se entraba a través de una casapuerta cuadrada y bordeada de azulejos, era su reino. Una mesa de camilla con paño oscuro, el mismo en invierno y en verano; un mueble de nogal casi desierto; unas sillas, escasas. Al fondo de la habitación, en semioscuridad siempre, junto a una ventana inútil porque apenas se abría, estaba la mecedora y, en ella, la abuela, la mujer de negro, invariablemente sentada y con los ojos bajos, la voz apagada y las manos descansando sobre las rodillas. La gente de la calle decía que estaba loca, así, en lenguaje coloquial, no trastornada ni triste, loca sin paliativos. La locura de la abuela era conocida y comprendida, cualquiera se hubiera vuelto loca, comentaban, era una locura con motivo, no una herencia familiar ni un desatino, era una locura humana, definitiva. 


Era difícil asociar su imagen con la de la joven risueña de la foto de la entrada. En ella aparecía con un sombrero pequeño, los rizos cayéndole a un lado de la cara y una mirada casi provocativa. Se casó de gris porque el blanco era entonces cosa de gente muy rica y en su casa había, sobre todo, hijos. El abuelo, sin embargo, tenía la misma sonrisa bonachona de entonces, la misma imagen de conformidad, como si la vida no pudiera ser para él otra cosa que este paréntesis de trabajo y de dolor. Ambos perdieron a su hijo mayor en una escaramuza de la guerra. Tenía apenas dieciocho años y era rubio, como el padre, pero con los ojos oscuros, como la abuela. Estuvo tres meses agonizando, herido de bala, en una camilla maloliente del hospital militar improvisado de las afueras, al que había que llegar después de andar casi una hora por terrenos baldíos, bordeando esteros y salinas. La abuela iba a visitarlo diariamente, llevando de la mano a la hija más pequeña, que tenía solo tres años. En los alrededores del hospital estaban los moros, que miraban a ambas con aprensión, y dentro, el horror. El hijo esperaba ansioso la llegada de su madre pero un día del tercer mes se murió sin decir adiós a nadie. Estaba solo, rodeado de muerte. 

Nadie les explicó cómo había sido, por qué resultó herido en una especie de encontronazo entre unos y otros. Se murieron los dos sin que esa explicación llegara y su odio se dirigió a todos. No había a quien culpar, por eso la culpa se repartió sin distinción. No podían perdonar, porque para ello tendrían que haber sabido quién fue y por qué. Era, como la abuela repetía una y otra vez en la cansina soledad de la habitación, el hijo de sus entrañas que había muerto en la flor. 

(Fotos: Inge Morath)

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