Hombres solos, hombres solitarios


Presumes que eres la ciencia
y yo no lo entiendo así
porque siendo tú la ciencia
no me has comprendido a mí.

(Soleares. Juanito Mojama)

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En los tiempos del Oeste americano, que tanta literatura ha creado y, sobre todo, tanto cine, los hombres cargaban sobre sus hombres el peso de la valentía. Ser cobarde era un oprobio. Ningún cobarde podía sacar adelante a su familia, ni mantener sus tierras, ni vivir con dignidad. Pareciera que la valentía era la moneda de curso legal. Y, sin embargo, el cine nos cuenta que los valientes o los dignos eran la excepción. Más bien hombres solos, a veces también solitarios, que, llegada la hora de la verdad, se encontraban en la más estricta y descarnada soledad. Los guionistas de los westerns eran, como se ve, grandes conocedores de la naturaleza humana, bastante más que la propia señorita Marple que decía siempre, comparando a la gente que conocía con la de su pueblo natal Saint Mary Mead, que "es la misma en todas partes". Dada su malicia habitual no creo que lo dijera en el buen sentido. 

Las historias que cuentan los westerns están llenas de la épica de los valerosos y cubiertas de la espesa cobardía de la mayoría. Los valerosos son la excepción y no reciben el agradecimiento de sus convecinos menos dispuestos, ni de las autoridades, ni de la propia vida. Se mantienen rodeados de un silencio pasmoso que calla sus hazañas. Tienen el gesto hosco, no necesitan aplausos, la mirada es firme pese a quien pese y las manos ligeras pero no desatinadas. Son héroes, extraños héroes de andar por casa. Gente inadaptada. Por eso terminan yéndose en un caballo sin destino fijo. 

Es verdad que hay ocasiones en las que surge una extraña camaradería, un lazo irrompible, y entonces se forman grupos de duración efímera, pero eso es la excepción. La historia del Oeste es la de los solitarios que, en muchas ocasiones, también llegan a ser hombres solos. Están hechos de una madera diferente al común. Anteponen el deber a cualquier otra consideración, tienen un código de honor a prueba de balas, no admiten la mentira ni el engaño, no otorgan demasiado valor a sus propias vidas, prefieren arrostrar el peligro con dignidad que esconderse y, sobre todo, son muy escépticos acerca de qué pueden esperar de los demás. No se hacen ilusiones. Llegada la hora crucial son ellos y solo ellos los que darán la cara. Hasta se curarán solos sus heridas, hasta se arrastrarán por el suelo entre el polvo de la ausencia de sus conciudadanos, todos ellos ocultos tras los cristales del salón, la barbería, la iglesia, la oficina del shérif o la casa particular. Solos ante el peligro. El cine está lleno de ejemplos. Quizá la vida, si nos fijamos, también, aunque eso nos haría sentirnos peor. No podemos entrar en un western (salvo que lo rodara Woody Allen y tuviera por medio alguna rosa del Cairo) pero hay tanta epopeya por solucionar a nuestro alrededor que no deberíamos andar huérfanos de hazañas. 


En ocasiones, ese hombre solitario, llega en su caballo a un pueblo o una ciudad que está sometida a los designios de la tiranía. Los tiranos existen en todo tiempo y lugar y los comienzos de una civilización como aquella eran terreno propicio. Los tiranos, en realidad, surgen porque el resto les ha dejado ese sitio, les ha otorgado esa falsa oportunidad y han decidido obedecer en lugar de luchar. Los tiranos son producto de una precoz cobardía ante lo que aún no ha sucedido. Ese hombre solitario no tiene nada que perder pero, a poco de llegar, ya está metido en un inmenso fregado, porque carece de una virtud que a casi todos nos adorna con creces: la de mirar para otro lado. Ayudar a una familia que ha sido agraviada, defender a los colonos de los ganaderos o al revés, luchar contra el poder de los que se creen dueños, entorpecer el ferrocarril que arrasa los terrenos, vengar el honor de una muchacha, incluso si esta es una prostituta, asistir a un duelo entre vengadores, saldar una deuda ante los que cometieron al menos dos errores...

La galería de motivos es tan variada como las películas y los hombres solitarios, a veces también solos, tienen una fisonomía distinta cada vez. Rubios, con los cabellos grises, esbeltos, altos, fuertes, delgados, taciturnos, sonrientes, con bigote y con barba, con el cabello largo, sobre caballo negro, blanco o cárdeno. Hay hombres jóvenes, maduros y hasta ancianos. Hay deliberadamente jóvenes, hay tercamente viejos. Todos tienen, sin embargo, algunas cosas en común: son hombres de pocas palabras, las justas. La verborrea es cosa que les distrae de su objetivo. Colocan la dignidad en un lugar muy alto. Son leales, incluso a los malvados, porque no quieren asemejarse a ellos. Y luchan contra lo que su corazón les dicta: todos ellos tienen una misión superior que les impide ser buenos esposos, buenos amantes. La soledad también es esto. La renuncia. 


Muchos de estos westerns tienen la misma estructura que la vida. Comienzan en plan de broma, con personajes estrafalarios, hechos inauditos; transcurren entre miles de avatares, algunos violentos, venganzas, luchas, encontronazos y terminan, los mejores, con la marcha del aventurero, del solitario o, cuando son más realistas, con el drama de la muerte. Como la vida. 

En "El juez de la horca", el maravilloso film de John Huston que protagoniza Paul Newman (tan mal vestido y tan desagradablemente peinado y barbado que solo sus ojos pueden darte a conocer quién es) todo el histrionismo del personaje se nubla cuando aparecen los retratos de Lily Langtry. El juez Roy Bean, que no se detiene ante nada ni ante nadie, deja una última carta en las manos de Ava Gardner, esa Lily madura que llega vestida de rosa cuando él ha muerto, y entonces, al leerla, todos sentimos que era cierto, que la amaba y ella también lo supo en ese instante. 


Qué extraordinaria epopeya nos enseña el cine a través de las historias del Oeste...Hombres sucios, curtidos, hambrientos, desposeídos, expulsados, muertos, hundidos, despechados, asesinos, cobardes, necios, brillantes, azarosos, perdidos, hombres solitarios, hombres solos, ante pueblos expectantes cargados de cobardes acomodaticios en una reproducción casi exacta de la vida en nuestros días. Los ferrocarriles cruzan las vías de hierro, vuelan los aviones (por cierto, Rosa, la hija del juez de la horca, se casó con un piloto), surcan los navíos los océanos, los coches deslumbran por las carreteras, los inventos han terminado con esa parte de naturaleza virgen que existía en tantos lugares, las ciudades empujan a los pueblos y los exterminan, todo es gentío, ruido y diversión, también adelantos y mejoras. Pero la cobardía sigue instalada en la mayoría de la gente, que nunca saldría de sus casas para defender lo que consiguieron con Gary Cooper a la cabeza. Gary Cooper está, estará, por siempre, solo ante el peligro. También nosotros. Aunque él no tiene miedo y nosotros estamos aterrorizados. 


Pero ¿qué hace aquí Colin Firth? ¿Por qué aparece en esta entrada ataviado de smoking y en la Riviera francesa, en la Costa Azul? Quizá podría decirnos que en estos momentos ser un solitario vaquero, sucio, desarreglado y rodeado de peligros, es lo que mejor le gustaría hacer. Como Fonda, con sus profundos ojos y sus manos doradas; como Lancaster o Ladd; como Peck; como Brando; como Redford. Colin Firth debería rodar un western con la única condición de que lo dirija Clint Eastwood y lo fotografíe Storaro, de modo que fuera una película cálida, dorada y transparente a la vez. 

Todos los hombres, solitarios o no, deben probar a ser, por una vez, hombres solos. Saber lo que se siente estando ateridos de frío en un montón de madera hecho granero y sometidos a los vientos, el cruce de las balas, la traición, las lluvias, los indios, los caciques y las mujeres hermosas que tienen el corazón de cartón piedra. 

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