Postres de papel
En los días más oscuros del invierno, cuando la luz se marcha pronto y la oscuridad anuncia que el día expira silencioso.
En las tardes largas del verano, cuando el calor teje una túnica de seda sobre la ciudad y las nubes desaparecen hasta nuevo aviso.
En los amaneceres suaves junto al mar, a punto de que los pies se incrusten en la arena y que las manos se desperecen con el compás de las olas.
En la antesala del amor, cuando el corazón te señala que todo está a punto, que él cruzará la ciudad para verte y pronto todo estallará de gozo.
En los postres de las despedidas, en ese momento indeciso en el que no sabes qué pensar, ni qué ocurrirá más tarde, ni por qué te has marchado.
Allí donde un dolor aprieta el estómago y se queda, dejándote convulsa.
Allí cuando la tristeza te persigue y el aburrimiento te acosa.
Allí si las cosas se han torcido y necesitas aire fresco para respirar.
En los andenes de las estaciones de tren o de autobús. En la playa. En el parque del invierno. En la terraza. En la azotea de tu niñez. En un hueco de las horas. En el balcón semiabierto. En el sofá acogedor. En tu silla de trabajo. En el suelo. En los sitios más inverosímiles.
Un libro es el mejor sistema para apagar el fuego, caldear el ambiente, distender tu nerviosismo y animar tu risa. Eso es el libro: la pócima mágica que todo cuerpo necesita para seguir caminando sin que tropezar te distraiga de tu meta.
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