Ir al contenido principal

Crímenes y una taza de té


Dos trenes se cruzan al anochecer. En uno de ellos viaja una anciana delicada y pizpireta, que vuelve de Londres a Saint Mary Mead, después de haber dedicado una tarde a hacer las compras de los regalos navideños. Está muy satisfecha. Buen precio y buena calidad, la máxima de cualquier ama de casa que se precie. Después de acomodarse en su vagón del tren (primera clase, por supuesto, aunque el aspecto sencillo y usado del abrigo de la dama haya confundido, en primera instancia, al mozo de estación), tendrá ocasión de rememorar sus adquisiciones y de echar, incluso, un sueñecito. 

El otro tren circula en dirección contraria y en él un hombre estrangula a una mujer. La velocidad hace que la cortinilla se levante justo en el momento en que este tren se cruce con el de Elpesth McGillicuddy, que es la señora de la que antes hablaba. Así, Elpesth será el valioso testigo ocular del crimen y retendrá en su cabeza el rostro amoratado de la mujer que está siendo estrangulada, así como su abrigo de piel clara, de mala calidad. Todo en esa mujer parece ser barato. Incluso está teniendo una muerte barata, a manos de un hombre barato. Un hombre que se muestra de espaldas, no lo olvidemos, curioso detalle que ha de ser tenido muy en cuenta. 

Ser testigo de un crimen no es cosa que deje el estómago en su sitio. Por eso, cuando la señora McGillicuddy llegue a casa de su amiga, la señorita Marple, en Saint Mary Mead, estará tan impresionada que solamente un remedio milagroso hará que su cuerpo entre en situación. Como gente educada que son ninguna hablará de lo sucedido hasta después de que una frugal cena las entone y, a continuación, y sobre todo, les sirvan una buena taza de té indio, en servicio de porcelana inglesa, con ese toque romántico de las rosas enlazadas y el ribete en oro que ha de ser limpiado a mano con sumo cuidado. 

He aquí el efecto que una taza de té tiene en el espíritu. Apacentar los diablillos que se acomodan en el estómago cada vez que una catástrofe se sucede, paliar las penas del amor cuando todo parece convertirse en una montaña rusa de angustias imparables, limpiar las culpas de los errores cometidos aun de buena fe, compartir una confidencia amigable en el mejor de los modos posibles con amigos que nunca, nunca, van a traicionarte...eso es una taza de té y mucho más. 

Yo debería ser una adicta al té. Debería apreciar su sabor fuerte en todas sus tonalidades y colores: verde, rojo, negro, endulzado con miel o azúcar de caña, aromatizado con hierbabuena, adobado con una pasta diminuta recién hecha o con bollitos cubiertos de un fino glaseado...el té es el aditamento esencial de un buen libro de misterio, de una novela de amor, o de una obra de autoayuda. 

En "El tren de las 4,50" que es el libro en el que salen la señorita McGillicuddy y la señorita Marple, y luego Florencia, la excelente y listísima matemática devenida en chica para todo, y también el propio asesino, que no desvelaré, y la inocente víctima de sí misma y de un canalla que quiere dinero por encima de todo, en ese libro, el té salva las conciencias y anima los cuerpos. Igual ocurre en otros cientos de novelas que he leído, algunas en momentos en que precisaba ser salvada y otras en la belleza de la felicidad más inmediata. 

De manera que yo, ahora, debería tomar una taza de té. El té debería acompañarme en los momentos en los que caigo sin remisión en la trampa que se presenta de improviso. Debería estar presente en mi dieta como una forma de control de las emociones convulsas que no se acomodan al redil en el que tendrían que pastar siempre. El té podría ser mi alimento cuando necesito pararme, esperarme, sentarme, callarme, y, sobre todo, desear intensamente que esto pase, que esto termine ya, que quiero ser libre, que esta esclavitud no es amor, sino una forma desnuda de pintar el sufrimiento. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

39 páginas

  Algunas críticas sobre el libro de Annie Ernaux "El hombre joven" se referían a que solo tiene 39 páginas. ¿Cómo es posible que una escritora como ella no haya sido capaz de escribir más de este asunto? se preguntaban esos lectores, o lectoras, no lo sé. Lo que el libro cuenta, en ese tono que fluctúa entre lo autobiográfico y lo imaginado, aunque con pinta de ser más fidedigno que el BOE, es la aventura que vivió la propia Annie con un hombre treinta años más joven que ella, cuando ya era una escritora famosa y él un estudiante enamorado de su escritura. Los escépticos pueden decir al respecto que si no hubiera sido tan famosa y tan escritora no habría tenido nada de nada con el susodicho joven, que, además, podía ser incluso guapo y atractivo, aunque ser joven era aquí el mayor plus, lo máximo. Una mujer mayor no puede aspirar, parece decirnos la historia, a que un joven se interese de algún modo por ella si no tiene algún añadido de interés, una trayectoria, un nombre, u

La primera vez que fui feliz

  Hay fotos que te recuerdan un tiempo feliz, que abren la puerta de la nostalgia y de la dicha, que se expanden como si fueran suaves telas que abrazaran tu cuerpo. Esta es una de ellas. Podría detallar exactamente el momento en que la tomé, la compañía, la hora de la tarde, la ciudad, el sitio. Lo podría situar todo en el universo y no me equivocaría. De ese viaje recuerdo también la almohada del hotel. Nunca duermo bien fuera de mi casa y echo de menos mi almohada como si se tratara de una persona. Pero en esta ocasión, sin elegir siquiera, la almohada era perfecta, era suave, era grande, tenía el punto exacto de blandura y de firmeza. Y me hizo dormir. Por primera vez en muchas noches dormí toda la noche sin pesadillas ni sobresaltos. La almohada ayudó y ayudó el aire de serenidad que lo impregnaba todo. Ayudaron las risas, el buen rollo, la ciudad, el aire, la compañía, el momento. No hay olvido. No hay olvido para todo esto, que se coloca bien ensamblado en ese lugar del cerebro

"Baumgartner" de Paul Auster

  Ha salido un nuevo libro de Paul Auster. Algunos lectores parece que han cerrado ya su relación con él y así lo comentaban. Han leído cuatro o cinco de sus libros y luego les ha parecido que todo era repetitivo y poco interesante. Muchos autores tienen ese mismo problema. O son demasiado prolíficos o las ideas se les quedan cortas. Es muy difícil mantener una larga trayectoria a base de obras maestras. En algunos casos se pierde la cabeza completamente a la hora de darse cuenta de que no todo vale.  Pero "Baumgartner" tiene un comienzo apasionante. Tan sencillo como lo es la vida cotidiana y tan potente como sucede cuando una persona es consciente de que las cosas que antes hacía ahora le cuestan un enorme trabajo y ha de empezar a depender de otros. La vejez es una mala opción pero no la peor, parece decirnos Auster. Si llegas a viejo, verás cómo las estrellas se oscurecen, pero si no llegas, entonces te perderás tantas cosas que desearás envejecer.  La verdadera pérdida d

Siete libros para cruzar la primavera

  He aquí una muestra de siete libros, siete, que pueden convertir cualquier primavera en un paraíso de letra impresa. Siete editoriales independientes de las que a mí me gustan, buenos traductores, editores con un ojo estupendo.  Aquí están Siruela, Impedimenta, Libros del Asteroide, Hermida, Hoja de Lata, Errata Naturae, Periférica. Siete editoriales en las que he encontrado muchos libros bonitos, muchas buenas lecturas. En Errata Naturae los de Edna O'Brien con su traductora Regina López Muñoz, que está también por aquí. De Impedimenta mi querida Stella Gibbons y mi querida Penelope Fitzgerald entre otras escritoras que eran desconocidas para mí. Ah, y Edith Wharton, eterna. Los Asteroides traen a Seicho Matsumoto y eso ya me hace estar en deuda con ellos. Y los clásicos en Hermida. Y Josephine Tey completa en Hoja de Lata. Y Walter Benjamin en Periférica. Siruela es la editorial de las grandes sorpresas. 

Curso de verano

  /Campus de Northwestern University/ Hay días que amanecen con el destino de hacer historia en ti. No los olvidarás por mucho tiempo que transcurra y esbozarás una sonrisa al recordarlos: son esos días que marcan el reloj con un emoticono de felicidad, con una aureola de sorpresa. He vivido mil historias en los cursos de verano. Durante algunos años era una cita obligada con los libros, la historia o el arte, y, desde luego, de todos ellos surgía algo que contar, gente de la que hablar y escenas que recordar. El ambiente parece que crea una especialísima forma de relación entre los profesores y los estudiantes, de manera que no hay quien se resista al sortilegio de una noche de verano leyendo a Shakespeare en una cama desconocida. Aquel era un curso de verano largo, con un tema que a unos apasionaba y a otros aburría, en una suerte de dualidad inconexa. Sin embargo, el plantel de profesores no estaba mal. Había alguna moderna con ínfulas, que este es un género repetido, y también uno

Slim Aarons: la vida no es siempre una piscina

  El modelo de la vida feliz en los cincuenta y sesenta del siglo pasado bien podría ser una lujosa mansión con una maravillosa piscina de agua azul. En sus orillas, hombres y mujeres vestidos elegantemente, con colores alegres y facciones hermosas, charlan, ríen y toman una copa con aire sugestivo. Esto, después del horror de las dos guerras mundiales, bien valía la pena de ser fotografiado. Así lo hizo el fotógrafo Slim Aarons (1916-2006) un testigo directo y también un protagonista entusiasta, del modo de vida de las décadas centrales del siglo XX, en el que había una acuciante necesidad de pasar página, algo que ni la guerra fría consiguió enturbiar. Como si estuviera permanentemente rodando una película y un carismático Cary Grant fuera a aparecer para ennoblecer el ambiente.  Slim nació en una familia judía de Nueva York y tuvo una infancia desastrosa. No había felicidad sino desgracias y eso se le quedó muy grabado. Luego estuvo en la segunda guerra mundial y allí cubrió momento

Días de olor a nardos

  La memoria se compone de tantas cosas sensibles, de tantos estímulos sensoriales, que la mía de la Semana Santa siempre huele a nardos y a la colonia de mi padre; siempre sabe a los pestiños de mi invisible abuelo Luis y siempre tiene el compás de los pasos de mi madre afanándose en la cocina con sus zapatos bajos, nunca con tacones. En el armario de la infancia están apilados los recuerdos de esos tiempos en los que el Domingo de Ramos abría la puerta de las vacaciones. Cada uno de los hermanos guardamos un recuerdo diferente de aquellos días, de esos tiempos ya pasados. Cada uno de nosotros vivía diferente ese espacio vital y ese recorrido único desde la casa a la calle Real o a la explanada de la Pastora o a la plaza de la Iglesia, o a la puerta de San Francisco o al Cristo para ver la Cruz que subía y que bajaba. Las calles de la Isla aparecen preciosas en mi recuerdo, aparecen majestuosas, enormes, sabias, llenas de cierros blancos y de balcones con telas moradas y de azoteas co