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"Y una extensión desierta nos separa"

 


Me enamora la inteligencia de la gente. También en los hombres me enamora la inteligencia. Y los códigos comunes, las referencias al cine o a la música, los libros que leemos sin saber que los hemos leído casi a la par. Así fue como todo eso allanó el camino y suplió a la pasión. Son muy divertidas las tardes en torno a las preguntas. Es un juego. Puedes escoger las respuestas y no tienen que ser exactamente ciertas. La verdad es un regalo que pocas veces se otorga y, cuando se hace, siempre hay una pequeña corrección, un añadido, que la modifica y la convierte en espuma. La espuma de los días de Boris Vian, ese nenúfar, los tiempos en los que ellos te preguntaban porque querían saber de qué iba la cosa. Mucha conversación y pocos besos. 



Hubo algunos muchachos que nunca fueron nada para mí. Lo intentaban de todas las formas posibles. Había quien usaba la moto como reclamo. Una moto enorme con la que podía circularse por todas las carreteras solamente armados de mochilas, incluso de una bombona de butano para el camping. En el camping, allá en la sierra, corría un agua cristalina y nos lanzábamos a ella sin ropa, porque era un tiempo en que la ropa solo podía ser un estorbo en determinadas ocasiones. El campo se extendía ante nosotros en flor y en promesas escritas en los troncos, una costumbre que había que dejar de lado porque esos nombres eran todo mentira. 

Estaban los que venían de Madrid y sabían cosas que nosotras ignorábamos, porque vivían en lugares que nos parecían exóticos, salían de noche, vestían con polos elegantes y no tenían ni idea del régimen de vientos. Confundían el poniente con el levante y con el sur. Lo confundían todo, en realidad. Ninguna de nosotras se enamoró nunca de algunos de esos forasteros, porque los veíamos tan ingenuos que su ingenuidad apagaba cualquier atisbo de pasión. No era interesante discutir de política sin más, ni lo era hablar de cine sin que alguna mirada marcara la diferencia entre unas y otros. 


Entre todos los muchachos estaba uno más inteligente que los otros, más preparado, más sereno y sensato. Parecía mayor, aunque era mayor que todos y los amigos sentían por él una especie de veneración incomprensible. Era feo y desgarbado, se movía mal e incluso sonreír no le favorecía. Pero sentaba cátedra en muchos aspectos, daba directrices y todos lo adoraban. En cuanto a las muchachas, también ellas se dejaban arrastrar por su don de palabra, por su caballeroso modo de acercarnos las sillas, por su costumbre, inédita, de ayudarnos con el abrigo. Era una especie de gentleman demasiado joven y sin demasiada fortuna, aunque vivía en una casa preciosa y tenía una familia muy bien situada. Las chicas más humildes del grupo se deslumbraban ante su enorme azotea, desde la que se veían las procesiones de Semana Santa y los chicos admiraban su habilidad con la pelota al jugar al hockey. Quién sabía jugar al hockey entonces? Nadie en mi barrio, ni en mi pueblo. Solo el muchacho inteligente y feo, de la sonrisa extraña y de las ideas diferentes. Por eso fue el rey mucho tiempo. 

La inteligencia puede hacerme pensar que alguien es mejor de lo que es o que la pasión es un correlato que vendrá después. De modo que me enamoré durante algún tiempo de este titán de las relaciones humanas y todas las demás muchachas me envidiaban sin que yo fuera consciente de eso. Lloró por mí cuando le dije que no podía ser, que era solo un amor de verano ya marchito, aunque, en realidad, mentí, como tantas otras veces, para escapar del reproche. En realidad había aparecido, por fin, el hombre de ojos verdes que se llevaría el gato al agua. 

Título: Un verso de José Ángel Valente
Fotografías de: Eugéne Atget (el gran retrato de París) 

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