Una historia de esperanza
Estaba el colegio situado en una de esas calles interiores del pueblo, pegadas a su centro, llenas de casas bonitas con cierros y espadañas. El colegio tenía un azulejo de brillantes colores en su casapuerta de entrada, ventanales a la calle, un patio rodeado de puertas que se abrían y cerraban y el lugar en el que se improvisaban obras de teatro y sesiones de fotos. Era un colegio pequeño, con solo cuatro maestros cuando hubo más pero que para las niñas de las imágenes fue el sitio donde hicieron algo tan fundamental como aprender a leer. La entrada en el mundo de los lectores es un hito que tiene el significado más especial que una pueda imaginarse. Y fue allí y fue con ellas, las maestras, las tres maestras que aparecen en la foto, mirando tímidamente al suelo.
El colegio era, en realidad, una academia. En aquel tiempo no eran usuales. Un centro privado y laico, donde se rezaba pero no había presión religiosa alguna. Un sitio en el que se aprendían muchas cosas útiles, leer, escribir, contar, pero también otras que parecían menos decisivas, recitar, hacer teatro, cantar, bailar, charlar. El vecindario tenía a muchas de sus niñas allí. Llegaban por las mañanas en pequeñas bandadas, por calles, quizá solas o acompañadas de alguna madre en los menos de los casos. Las niñas salían en grupo, iban añadiéndose a esta improvisada procesión que todas las mañanas y todas las tardes, recorrían las calles en dirección al colegio. Este se abría a una hora prudente y a veces ya había niñas sentadas en los escalones de la entrada para acceder cuanto antes a lo que para algunas de ellas era un templo del saber. Y luego cerraba al mediodía, para volverse a abrir por las tardes, a recibir de nuevo a las alumnas que volvían de sus casas después del almuerzo.
En algunos momentos del año el colegio bullía. En el mes de julio, en torno a la Virgen del Carmen, cuando se hacían teatros y se bailaban canciones con coreografías humildes y preparadas por ellas mismas. En la navidad, con las funciones que representaban escenas sagradas. En el tiempo de las primeras comuniones, con las visitas a la cercana iglesia de la Pastora de las niñas comulgantes, se realizaban también los ensayos para la ceremonia, se aprendían las jaculatorias y los versos, se organizaban las comitivas y los turnos. Las madres comentaban entre ellas todas las novedades de estos eventos y se sentaban en el patio a ver las funciones de teatro y las representaciones y lecturas que se hacían en algunas ocasiones. Era frecuente también verlas a la puerta del colegio cuando llovía y había que recoger a las niñas con paraguas. Algunos padres llegaban en coches aunque el colegio era, más que nada, un universo femenino.
El tiempo de la primera comunión era muy especial. Después de la confesión las niñas andaban en estado de gracia, todas imbuidas de un aire distinto, como si nunca hubieran roto un plato, decían las madres. Eso duraba poco y volvían a sus travesuras de siempre, a tirarse del pelo, escribirse cartitas, hacer imitaciones graciosas y a participar en esa empresa curiosa e improvisada por la cual se intercambiaban redacciones a cambio de problemas de matemáticas.
Y luego había actividades que se preparaban con todo entusiasmo, más allá del diario Muestra, Copia, Abecedario y Cuentas que aparecía escrito en la pizarra cada día, con la letra pulcra de la señorita Mariángeles, el alma del colegio, la persona a la que todas las niñas aspiraban a parecerse, con sus vestidos elegantes, sus zapatos de tacón medio y sus uñas largas y rojas. En este curioso sistema de cooperativa escolar las niñas mayores ayudaban a la instrucción de las pequeñas e iban a la clase de ellas a cantarles Estaba el señor Don Gato y otras canciones legendarias. Una vez, en ese batiburrillo de actividades que iban sucediéndose, llegaron los misioneros al pueblo y las madres de las niñas les confeccionaron banderas para recibirlos, algunas de España y otras amarillas del Estado Vaticano, que la mayoría no sabían siquiera qué es lo que eran. Sagas de hermanas se educaron aquí y cuentan con alegría su estancia en el colegio y adoran todavía a la maestra que logró el milagro de instruirlas. Todas ellas han seguido caminos distintos y a saber por dónde andan. Pero tienen la impronta de un momento único, de cuatro años vividos en común e inolvidables.
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