El abordaje de las lágrimas

 


/Fotografía, Annie Leibovitz para Vogue/


De aquellos días lejanos apenas era capaz de recordar nada, salvo las lágrimas. Aquellos días eran un paraíso de lágrimas. Lágrimas encendidas, a punto de saltar con el menor motivo aunque, pensándolo bien, había un motivo gigantesco en todo aquello. Llorar sin aparente razón encierra una razón inevitable. Una vez notó que los ojos se le habían empequeñecido y que tenían un surco oscuro alrededor que antes no existía. Las arrugas pequeñas pero muy marcadas habían convertido la zona de los párpados en perfectos  cauces de ríos por donde podían discurrir las lágrimas a su antojo. Cerraba los ojos y notaba siempre una especie de calor difuso, como si estuvieran a la expectativa. Llorar era la única cosa que surgía espontáneamente. 

Entonces se había alegrado de la soledad. Su hija se había marchado casi enseguida, vivía en otra ciudad en un piso con otras estudiantes y ella se quedó en el chalet donde los últimos años intentaron construir un muro contra la evidencia. La enfermedad avanzaba igual que se destruían las plantas y los arriates quedaban mudos. La señal de la decadencia era precisamente esa: la pérdida de los colores y los olores de un mundo construido por él antes de que las batas blancas y los quirófanos, con su olor aséptico y destructivo, cercaran la vida de los dos. Se quedó sola tras su muerte y eso le permitió llorar en cualquier circunstancia. Era una fortuna que la gente tuviera tan mala memoria para la tristeza de los otros. Era una suerte que dejaran casi enseguida de preguntarle cómo estaba y de ir a visitarla sin avisar algunas tardes. Las colegas quisieron que ella se pusiera lo antes posible unos tacones y volviera a la vida. Y la familia sintió una punzada de culpabilidad inevitable cuando siguió con su vida y ella se colocó en ese incómodo lugar de los supervivientes. Así, sola, pasó lo que llaman el duelo. Un espacio de tiempo en el que todo es blanco, sin relieve, sin apenas sonidos, en el que los días transcurren lentos o rápidos pero sin avisar. Un desierto que se atraviesa a duras penas y que llevaba a trabajar sin percibirlo, a no comer y a sentarse con la mirada fija frente a la televisión. Ahí había gente que reía pero ella no reconocía sus risas. 

Antes de ese abordaje de las lágrimas la memoria permanecía nítida. Se componía de diagnósticos, de tratamientos, de horas en la oscuridad, de pensamientos funestos, de convicciones terribles, de desmoronamientos, de desenlaces. Todo aquello llegó a su debido tiempo tal y como estaba previsto y ella lo vivió con la disposición de quien ha de olvidarse de sí misma y demorar hasta nuevo aviso la razón y las preguntas. Como tanta otra gente en situaciones parecidas, colocó un piloto automático en el lugar donde debía estar la espontaneidad y los planes de vida, sustituyéndolos por un itinerario prefijado de protocolos, de consecuencias, de horas en blanco. Cuando todo acabó estaba exhausta. Pero entendió, rápidamente, como tantos otros, que solo era el fin de algo y el comienzo de todo. Empezaba el proceso de sustituir una clase de vida por otra. 

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