Trapos al sol
En la azotea había dos tendederos hechos de cordel de plástico y, en una esquina, la cesta de los alfileres de la ropa. Era una cesta de color rojo con un asa flotante, un poco estropeada del uso. Pero en esa casa todo se aprovechaba al máximo de resultas que se encariñaban hasta de los más nimios objetos. Las hijas debían turnarse para tender la ropa pero al final era la madre la que siempre se encargaba de esta tarea y de todas las demás. Cómo era posible que pudiera atenderlo todo era un milagro. Esa cosa de las madres de querer hacer la vida agradable a la familia a costa de su propio esfuerzo. Ella tenía que sacar minutos al día y a la noche para poder leer, que era algo que tanto le gustaba, algo que necesitaba hacer aunque no lo sabía. Esas historias compensaban su vida de trabajo continuo y su imposibilidad de hacer las cosas sencillas que otras mujeres hacían: ir al cine con su marido, estrenar un vestido, dar un paseo con amigas, presumir. Así que todo era un torbellino, una desazón continua, una perenne lucha, que cansaban por igual a ella y a los demás. Los demás sabían que eso no era vida. Pero la vida no se puede elegir la mayoría de las veces. Así que captaron un matiz de la situación que se desprendía de todo aquello: leer era su forma de aventura, su pequeño regalo cotidiano, su único reducto al sol entre las sombras.
(Imagen autor desconocido)
Comentarios