La huella de unas manos


            Mi Rosebud, mi paraíso inalcanzable, existe. Es una salina, un espacio húmedo y cuajado de caminos de tierra y de agua salada, junto a la que se halla un fuerte casi destruido, recuerdo de la época de Napoleón que, en los lugares de mi infancia, dejó una huella muy profunda. Es el uno de enero de cualquier año y hace frío, aunque el sol está brillando en las primeras horas de la tarde. Allí estamos todos los hermanos con mi padre, porque ese es el único día del año en el que mi padre no trabajaba; el resto, todos los días, festivos, lluviosos, azotados por el calor, por la mañana, la tarde y la noche, mi padre trabajaba para que todos nosotros, sus nueve hijos, tuviéramos casa, comida, ropa, colegios y libros. En la salina el aire es muy denso y huele a verdín, a mar azulado y trepidante, a merienda recién preparada. Mi padre es delgado y de mediana estatura, con un fino bigote muy cuidado, lleva una camisa blanca de manga larga (él nunca quiso usar mangas cortas en toda su vida) y se mueve entre los restos de las construcciones defensivas con familiaridad, cogiendo con sus manos los trozos de piedra derruída y abriéndose paso entre los macizos de amapolas y margaritas que crecen silvestres. Nos cuenta alguna historia, seguro, de aquellos tiempos de su infancia, tan escasos, pues fue un hombre desde los nueve años hasta que se murió, sin ser viejo siquiera, pasados los setenta. Cincuenta y cinco años de trabajo y ocho de jubilación. Nos cuenta la historia de su padre o de su hermano mayor, tan triste, o de su madre, tan lejana. Pero más veces se calla, más veces se mueve entre las piedras con su paso irregular y sus manos abiertas y cansadas. Ay, si fuera posible, si una tarde tan sólo él pudiera volver, él pudiera acercarnos de nuevo sus manos, las manos de quien pasó de la madurez a la muerte sin ser viejo siquiera...

 

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