De arte
Se escucha un cante
Gregorio era un niño ambulante, el hijo de unos temporeros que iban de un lado para otro, una especie de gente del circo, pero peor, porque en el circo la gente parece muy contenta, van en grupo y tienen profesores que alternan con los payasos y los trapecistas. Esto era otra cosa. Sus padres eran buena gente y trataban de que Gregorio aprendiera cosas, las más importantes, leer, escribir y las cuentas, para que no le engañaran. Pero era muy difícil. Porque Gregorio acudía a recoger la fresa, a la vendimia, a la recolección del algodón, a la recogida de la aceituna, a la quema del ramón, en fin, Gregorio sabía más de geografía y de cultivos que siete maestros juntos.
Así que, un día de septiembre, Gregorio llegó, con catorce años, al colegio de los pinitos. Y lo metieron en una clase de octavo de EGB, que ya ni existe eso. Ésta era una clase bastante peculiar. Los niños estaban aprendiendo muchas cosas y, entre ellas, estudiaban el flamenco. Aunque pueda parecer algo normal si la escuela estaba en Andalucía, ay, no es así. Porque los niños andaluces no aprendían flamenco en la escuela, ni entonces ni ahora. Solamente algunos maestros y algunas maestras habían decidido que era una pena perderse eso tan bonito, pues los niños tenían derecho a saber de soleares, de fandangos, de tangos y seguiriyas.
En la escuela de Gregorio, el colegio donde se plantaron los pinos, el flamenco era cosa diaria y de andar por casa. Los niños hacían repiqueteo con las manos en cualquier sitio, escuchaban músicas, bailaban en el recreo y también tenían, colocadas en un gran mural de corcho, muchas fotos de artistas, que ellos les enviaban con dedicatorias amables y caligrafía irregular. Qué bonito era tocar las palmas en los intermedios de las clases, cuando los niños se cansaban de sumar y entonces decíamos: a ver, un poquito de compás…esas palmitas...
A Gregorio el flamenco le ha salvado. No tuvo tiempo de sentirse fuera de lugar, de considerarse un fracasado frente a aquellos otros niños, tan brillantes y listos, que sabían tantas cosas… No fue nunca el último de la clase, ni el rezagado, ni el extraño. Porque Gregorio traía consigo una rara cualidad, algo que despertaba la admiración de los otros. Esa cualidad la aprendió de su padre y por eso únicamente Gregorio tuvo ocasión de admirarlo y de dejar de pensar qué mala suerte tengo, siempre de un lado a otro, sin amigos…
Gregorio hace como nadie la salía de los cantes. Le decimos: A ver Gregorio, arráncate por tangos… y Gregorio mete los ayes donde corresponde y entona de maravilla, ante el asombro de todos, hasta de los otros maestros, los que no quieren saber nada de esto y piensan que todo es una locura. A Gregorio las niñas, cuando canta, le ponen carita de admiración y ya no es el chico desgarbado, canijo, con granos y las manos llenas de callos de recoger garbanzos negros en el campo. Es un artista.
Gregorio era un niño ambulante, el hijo de unos temporeros que iban de un lado para otro, una especie de gente del circo, pero peor, porque en el circo la gente parece muy contenta, van en grupo y tienen profesores que alternan con los payasos y los trapecistas. Esto era otra cosa. Sus padres eran buena gente y trataban de que Gregorio aprendiera cosas, las más importantes, leer, escribir y las cuentas, para que no le engañaran. Pero era muy difícil. Porque Gregorio acudía a recoger la fresa, a la vendimia, a la recolección del algodón, a la recogida de la aceituna, a la quema del ramón, en fin, Gregorio sabía más de geografía y de cultivos que siete maestros juntos.
Así que, un día de septiembre, Gregorio llegó, con catorce años, al colegio de los pinitos. Y lo metieron en una clase de octavo de EGB, que ya ni existe eso. Ésta era una clase bastante peculiar. Los niños estaban aprendiendo muchas cosas y, entre ellas, estudiaban el flamenco. Aunque pueda parecer algo normal si la escuela estaba en Andalucía, ay, no es así. Porque los niños andaluces no aprendían flamenco en la escuela, ni entonces ni ahora. Solamente algunos maestros y algunas maestras habían decidido que era una pena perderse eso tan bonito, pues los niños tenían derecho a saber de soleares, de fandangos, de tangos y seguiriyas.
En la escuela de Gregorio, el colegio donde se plantaron los pinos, el flamenco era cosa diaria y de andar por casa. Los niños hacían repiqueteo con las manos en cualquier sitio, escuchaban músicas, bailaban en el recreo y también tenían, colocadas en un gran mural de corcho, muchas fotos de artistas, que ellos les enviaban con dedicatorias amables y caligrafía irregular. Qué bonito era tocar las palmas en los intermedios de las clases, cuando los niños se cansaban de sumar y entonces decíamos: a ver, un poquito de compás…esas palmitas...
A Gregorio el flamenco le ha salvado. No tuvo tiempo de sentirse fuera de lugar, de considerarse un fracasado frente a aquellos otros niños, tan brillantes y listos, que sabían tantas cosas… No fue nunca el último de la clase, ni el rezagado, ni el extraño. Porque Gregorio traía consigo una rara cualidad, algo que despertaba la admiración de los otros. Esa cualidad la aprendió de su padre y por eso únicamente Gregorio tuvo ocasión de admirarlo y de dejar de pensar qué mala suerte tengo, siempre de un lado a otro, sin amigos…
Gregorio hace como nadie la salía de los cantes. Le decimos: A ver Gregorio, arráncate por tangos… y Gregorio mete los ayes donde corresponde y entona de maravilla, ante el asombro de todos, hasta de los otros maestros, los que no quieren saber nada de esto y piensan que todo es una locura. A Gregorio las niñas, cuando canta, le ponen carita de admiración y ya no es el chico desgarbado, canijo, con granos y las manos llenas de callos de recoger garbanzos negros en el campo. Es un artista.
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