Zapatos de tacón


 Llevaba un bolso nuevo cada día, cambiaba de zapatos y de perfume. La peluquería era un sitio acogedor en el que las muchachas se jugaban los sueños en la complicidad y el aire de la tarde siempre daba paso a una cita, a un encuentro, a un paseo, a una función de teatro. Las mañanas de otoño eran perfectas y se movían con gracia las gabardinas y las chaquetas y todo era oloroso y firme, como si se escribiera en una novela de esas que están ambientadas en Nueva York, donde todo el mundo vibra de belleza. Así tantos años que parecía no iban a acabarse nunca, que no iban a cambiar nunca los coqueteos, los rouges y los perfumes, Chanel número 5, Gucci o Giorgio Beverly Hills, según el plan, según el momento. Era delicioso, pensaba. El aire fresco del amanecer plagado de mirados, el contoneo de los zapatos de tacón, de las botas o de las sandalias, llegado el momento, el color dorado después de la liturgia del mar, el sonido de la risa, esa risa, la risa, las risas aladas. Quiero despertarme temprano, meterme en la ducha, vestirme de dicha y sonreír. Subirme a los zapatos y caminar hacia el trabajo. Sonreír a los amigos y hacer planes. Encontrar motivos, entender razones, percibir amor dondequiera que se encuentre. 
Todo eso terminó. Y no volverá nunca. Aún hoy se pregunta por qué dejó pasar la esperanza. Ese vano momento en que las cosas caducan y ni siquiera puedes darte cuenta.

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