Como una isla
(Fotografía de Nina Leen)
Has guardado los lápices de colores, los cuadernos, la goma de borrar y el bocadillo. Lo has colocado todo a buen recaudo, en una de esas bolsas transparentes, cuajadas de bolitas, que recuerdan otros tiempos, otras modas, otros usos. Has recorrido un espacio indeterminado, un camino inhóspito, un mundo que antes no existía y allí has esperado que el tiempo pase, que los días se acorten y las noches amanezcan a las seis de la tarde. Eres una isla de silencio y no quieres que estorbe tu serena inquietud nada que sea, otra vez, peligroso o inexacto. No tienes nada que decir, ni preguntas que hacer, ni huella que seguir. Evitas todo lo que suponga volver a ilusionar cualquier segundo, volver a cruzar la ciudad o el pueblo con la cabeza erguida en busca de una voz que suena hueca. Así, en tu isla, has vuelto la cabeza a todo lo que era un dramático sueño convertido en ironía sin nombre. Has encontrado una postura cómoda: nada que comprender, nada que odiar, nada que perseguir. Y ahí, sin otra cosa que palabras que nada significan, agotas el tiempo del reloj y ves pasar las olas. Olas firmes, olas de soledad, olas de agua de lluvia, olas de no estar en las cosas, olas de color imposible. Al menos, no volverá la seca, enorme, brusca, noticia de esa negativa perpetua. Que marche dondequiera, pero que no refleje ninguna sensación que pueda oírse.
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