Una historia por entregas: "Querido Humphrey Bogart" (y 3)
(Fotografía de Nina Leen)
CAPÍTULO 3
Una semana después nos citamos en un restaurante de platos grandes y cuadrados. Era un mediodía muy caluroso del mes de abril. Abril es mi mes favorito. No solo porque cumplo años, sino porque significa el final del invierno y la llegada de un tiempo más alegre. La ropa cambia, la luz cambia, todo se convierte en otra cosa. Me encantan los cambios, creo que se nota.
Siempre que quedaba con él tenía la preocupación de estar guapa. Quería gustarle. Entonces me parecía algo normal, sales, te arreglas, lo de siempre. Pero sé que me engañaba a mí misma, que, en realidad, yo estaba muy molesta al comprobar que mis encantos (suponiendo que tenga alguno) no le hacían mella. Nunca me decía que estaba guapa. Esto me sacaba de mis casillas pero no podía decírselo, era lo que hubiera faltado. “Marujismos”, diría, con un gesto vago.
Peluquería, medias nuevas de verano, taconazos, depilado de cejas, uñas pintadas, mi nuevo super-maquillaje primaveral y un bonito abrigo de verano color mandarina sobre un pantalón pitillo negro y una camiseta negra y blanca. Cuál fue el motivo por el que dediqué a mis piernas al menos una hora si iba a llevar pantalones es algo que no podría explicaros, o quizá lo adivináis, esa sensación de estar bien por tierra, mar y aire. Que ningún resquicio obviara la belleza. Es la misma causa por la que, a pesar de estar bien segura de que entre Fernando y yo solamente habría palabras, estrené ropa interior a modo, negra y con encajes, una pasada.
Llegué puntual como siempre y él me estaba esperando. Estaba allí, en una mesa junto a la ventana, vestido de manera informal, una camisa de rayas y una chaqueta de entretiempo. Es más bien friolero así que mantiene la chaqueta hasta mayo por lo menos. Me fijé en sus zapatos, no sé por qué, marrones, con cordones. Y en los pantalones, verdosos y clásicos. Uff, un aire un poco antiguo, a decir verdad. Fernando es un hombre alto, con un aire de intelectual muy acusado, que él cultiva a propósito. Tiene unas manos preciosas. En eso suelo reparar antes que en nada. Un tipo con manos feas….como que no.
Se levantó al verme llegar. Nos dimos dos besos. En las mejillas, como siempre. En los últimos tiempos, cada vez que se acercaba para besarme en la cara yo sentía el deseo irrefrenable de comérmelo. Pero, claro, al final terminaba conteniéndome, no sé cómo. Me senté bastante nerviosa. Él me miraba de una forma muy extraña, distinta, no reconocí esa mirada y la supuse la mirada del adiós. Era algo rocambolesco, desde luego, pero no se me ocurría otra razón para que estuviéramos allí, frente a frente, yo a la espera de su confesión y él mirándome de hito en hito. Era la primera vez en mi vida que alguien me miraba así, todo lo que conocía de esa mirada era a través de los libros.
Fueron solamente unos minutos de silencio. Tuve que hablar, no podía quedarme callada.
- “A ver, Fernando, qué es lo que pasa. No entiendo qué es tan importante como para que no me lo puedas escribir o decir por teléfono”. Sonrió levemente al oírme y repuso algo así como -“¿es que no te alegras de verme?”. -“Claro que sí, le dije rápidamente, pero lo que me extraña es que tú tengas urgencia en hacerlo. Normalmente pasas de mí tres kilos”. Tosió y se rió con una risa abierta que le hacía parecer más joven. -“¿piensas que no quiero verte?” -“Fernando, no me desesperes, dime qué es lo que pasa”. Y, ante su silencio momentáneo, sin darle tiempo a nada, proseguí, ya lanzada, dispuesta a todo. -“Mira, sé lo que vas a decirme. Quieres decirme adiós porque imaginas que yo siento algo por ti y eso no te gusta. Te has imaginado que te quiero. Así que adiós. Para qué vamos a darle más vueltas. Me parece una tontería estar aquí en este plan”.
Me levanté y cogí mi bolso. Él se quedó tan sorprendido que, de momento, no supo reaccionar. El abrigo de verano lo seguía llevando puesto, no me lo había quitado aunque cada vez sentía más claramente una sensación de calor en la cara y en el cuello. Luego se dio cuenta de lo que estaba pasando y se levantó también, me tomó del brazo y me dijo con voz muy baja y semblante serio que me sentara. Que quería decirme algo.
Me senté pero no lo miré. Tenía los ojos bajos y estaba aún más nerviosa que antes. Había metido la pata. Totalmente. Seguramente él no iba a decirme nada de lo que yo anticipé. Ibamos a perder nuestra amistad por bocazas. Yo era una bocazas y debería haberme callado, pero no, tenía que hablar antes que él, tenía que adelantarme. Me odié a mí misma en ese momento. Siempre terminaba echando a perder todas las cosas. En ese momento supe que lo que perdía era importante. La luz de mi vida se evaporaría. Dios, qué había hecho… Y ya no tenía arreglo. Levanté los ojos y lo miré por un momento.
Él me miraba con esa mirada inquisidora de antes. Parecía muy tranquilo. Sonreía. Me preguntó “¿es que me quieres?” Caí en la cuenta de que este extremo quedaba en el aire. Tenía que aprovechar esa oportunidad. Negarlo. Sí, negarlo absolutamente. Era la única forma de no perderlo. Pero, olvidando que momentos antes me había acusado a mí misma de hablar demasiado, dije en voz alta lo que no había percibido en mi interior y estallé: “Claro que te quiero, cualquier idiota se daría cuenta, pero tú no, tú no has reparado en nada porque estás pendiente de ti mismo y pasas de los demás. Tendrías que haberlo entendido hace meses si te fijaras en mí, pero nunca lo haces. Así que se acabó. Adiós”
Iba a levantarme otra vez pero en esta ocasión él anduvo muy rápido. Colocó sus manos encima de las mías, a través de la mesa. Dios, cuánto había soñado yo con un momento así, un momento en el que él pronunciara algo parecido a esto: “Te quiero, cómo no iba a quererte. No sé desde cuándo, pero te quiero. No sé por qué, pero te quiero. Eres inaguantable a veces, mandona, impertinente. Ni siquiera eres demasiado guapa, ni demasiado lista (ni estás demasiado delgada, pensé yo). Me exasperas. Pero te quiero. No me preguntes cómo ni por qué. Eso es lo que quería decirte”
Justamente esas fueron sus palabras. O, al menos, yo las entendí así, con algún matiz poco exacto, pero, en esencia, Fernando me quería. No estaba preparada para esto así que únicamente pude llorar. Lloré, lloré y lloré. La camarera interpretó mi llanto como la respuesta a una despedida y comenzó a lanzar miradas asesinas a Fernando diciéndole con toda claridad eso de “eres un canalla que estás haciendo sufrir a esta persona tan agradable”
Durante el tiempo que duró mi lacrimeante desahogo Fernando no hizo nada. Me miraba únicamente. No me dijo que eran lágrimas de cocodrilo como hubiera hecho ese idiota de Gide, que era otro misógino de cojones. No estaba serio, ni sonreía. Tenía una cara serena, resignada, quizá imaginando que, dado mi carácter, esta escenita no iba a ser la única que tendría que aguantar.
En todo caso, no se desdijo de sus palabras sino que, cuando consideró que ya estaba bien de llanto y hubo pagado las consumiciones, me condujo suavemente a la puerta y allí, en la calle, tomando mi cara entre sus manos, me estampó un beso de película que hizo volver la cara a dos transeúntes.
(FIN)
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