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Lilla Cabot Perry: la mujer que observa

Algunas historias personales son tan atrayentes como las que se escriben en los libros. Tienen tanta fuerza que te preguntas acerca de ellas las cosas que, normalmente, son el telón de fondo de las vidas. Por pura casualidad te encuentras de pronto con una obra y una personalidad que tiene tanto que decir y de la que conoces tan poco...

Este es el caso de una mujer, la pintora americana Lilla Cabot Perry (1848-1933) que, sin que tuviera un ambiente ni unos conocimientos indicados para ello, se convierte en una artista profesional y recorre, con su pintura, movimientos diversos, estéticas diferentes. Es una historia de aprendizaje continuo. Y un aprendizaje consciente que parte de su propia observación, de sus esfuerzos diarios. Por eso es una trayectoria que merece la pena, porque demasiadas veces nos dejamos vencer ante lo que consideramos imposible. Pero la vida de Lilla Cabot Perry nos demuestra que todo está en nosotros. Todo está en nosotros y de nosotros depende que salga a la luz o se quede enterrado sin ver la luz. Esa luz que ella añadía a sus cuadros de una forma milagrosa. La luz, que es el secreto mayor de la imagen, de la fotografía, del cine, de la pintura, de la escultura. La luz. Que es tan distinta en su país de origen a la del sur de Francia, o a la de Japón, países que conoció y que le aportaron elementos que aprovecharía siempre en sus pinturas. 


Su vida la tenía destinada a ser una muchacha normal. Su padre era un importante cirujano y tenían buenas amistades entre la gente de las letras y ella misma se formó en algunas disciplinas relacionadas con la cultura. Se casó y tuvo tres hijas. Su marido era un hombre inteligente y con una importante fama de erudito. Y aunque no conocemos el detalle del matrimonio sí sabemos que ella comenzó a tomar clases de pintura cuando tenía treinta y seis años y había nacido su tercera hija. En esa decisión tuvo que tener el apoyo de su familia porque, de otra forma, no habría sido posible. Viajó a partir de entonces para perfeccionar su arte y en Francia conoció a Pissarro y a Monet, del que aprendió muchas cosas y, sobre todo, a mirar. A ver con los ojos del impresionismo, ese movimiento que había levantado una nueva esperanza de regeneración en el arte, que empezó como un rechazo a lo anterior hasta convertirse en canónico, en clásico él mismo. 

En su pintura está también la huella de sus estancias en Japón. La miniatura japonesa había sido un elemento crucial a la hora de influenciar el arte de las vanguardias. Y ella bebió directamente de esas fuentes de forma que la luz se volvió a transformar. De esa época son sus cuadros sobre la naturaleza, los árboles, las flores y las hojas. 

Los retratos de sus propias hijas fueron su primera incursión en el arte, pero luego fue acumulando conocimientos y experiencias de manera que el estilo se transformó y se acentuó su carácter novedoso, ligero, con una pincelada más fresca y un estudio de la luz más detallado. La elegancia de los gestos de sus primeras mujeres, la simpatía de los niños captada a modo de instantáneas, se enriquecieron con sus paisajes y con la aplicación de nuevas técnicas y entornos. Un caso genial de aprendizaje durante toda la vida, algo a lo que aspiramos y que no siempre es posible. 

El talento de Lilla Cabot Perry, su sensibilidad, sus aptitudes, se ven ayudadas formidablemente por el apoyo de su marido y por su propia voluntad de seguir aprendiendo cuando se suponía que tenía que dedicarse a cuidar a sus hijas y a su casa. Esto, en los años en los que ella vivió (murió a los 85) no era nada sencillo. Desde Boston a una granja de Massachussets, hasta París o Giverny, Japón, para volver a Boston, todo ese periplo indica una capacidad de adaptación y una férrea disciplina a la hora de aprender que merece la pena destacar y reconocer. 

Lilla Cabot Perry (de nacimiento Elizabeth Cabot) fue también poeta y traductora. Es uno de esos casos de mujeres que cultivaban diversas disciplinas y que lo hacían con enorme naturalidad mientras cuidaban a sus hijos y vivían la cotidianidad de su matrimonio. En el caso de Lilla, sabemos que su estancia en Japón durante tres años correspondió a un período en el que acompañó a su marido que había conseguido un empleo como docente en ese país. El contacto con Japón abrió para ella el camino del paisaje, generando una serie de obras en las que la figura humana tiene un segundo plano y estudiando con detalle las manifestaciones de la naturaleza, todo en su tono de delicadeza, contención, suavidad y sencillez. 

Sin embargo, es en el retrato femenino donde la pintora alcanza sus mayores cotas de perfección. Estudió el rostro y la actitud de las mujeres desde el principio de su carrera y aunque su técnica y su estilo fue variando no dejó de hacerlo, sino que añadió a su galería otras situaciones en las que las mujeres están en reposo, con elegancia, detallismo y misterio. Pintó varios autorretratos suyos por lo que conocemos su fisonomía y su porte sereno además de una mirada ingeniosa, atrevida, que le sirvió para construir toda una carrera llena de obras interesantes. 


(Autorretrato de Lilla Cabot Perry)

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