Valdecaballeros
Valdecaballeros es uno de los diecisiete municipios de la Siberia extremeña, una especie de desierto aliviado con el agua de pantanos y embalses. Un territorio desconocido, en el que viven muy pocas personas y en el que la vida está detenida en muchos aspectos. Leo en la prensa algunas noticias que hablan de él y me viene a la memoria una historia de juventud, casi de adolescencia. Un novio, alguien que tenía todas las cualidades que una muchacha romántica busca en su futura pareja. Atractivo físico, inteligencia, ojos verdes cautivadores, una voz hecha para la radio, unas manos preciosas, estilo a la hora de relacionarse con la gente, bondad, hábito de trabajar mucho y bien, aficiones. La arqueología era una de sus pasiones. También su pueblo, al que adoraba y al que volvía en vacaciones. Cuando yo lo conocí, aún no tenía veinte años y él andaba cerca de los treinta. Tenía una novia en su pueblo de la que recuerdo su nombre aunque no lo escribiré y eso me hacía sufrir horrores. Sin embargo, dejó a su novia por mí. Pero yo no lo consideré un triunfo, más bien empaticé con la pobre chica. Me parecía injusto lo que le había ocurrido y me sentí muy culpable.
Estuvimos tres años juntos y creo que fui muy feliz. Digo creo porque no lo recuerdo. No tengo claro qué sentía, salvo que, eso sí, estaba enamorada de él hasta el fondo. Y por eso quizá me dolió tanto enterarme que, una vez que me dejaba en mi casa a la hora prudencial de las buenas chicas, se iba a bailar a una de las discotecas de moda de la zona. No sé cómo me enteré, pero recuerdo la pena que me causó y, sobre todo, las ganas de llorar y la angustia. Una pena, una angustia y un llanto que tengo muy cercanos y que vivo siempre exactamente igual. Seguramente soy una absurda sentimental, una melodramática sin remedio. Debería haber zanjado la cuestión porque ese hombre me quería a mí y no a la barbie recauchutada con la que bailó algunas noches. Pero del orgullo y del prejuicio de Austen yo me quedé con los dos y eso que entonces no la había leído. Lo dejé sin más. Y tuvo mérito porque lo quería a morir. Estuve así una semana llorando en La Carolina, al amparo de mi querida prima.
He visto las fotos de Valdecaballeros en la prensa y resulta que tiene un dolmen. Nunca llegué a ir porque con esa edad no me dejaban viajar con novios ni nada parecido. El dolmen tiene un aspecto un poco decrépito como ocurre con todas estas cosas del año de la pera pero me ha gustado saber que hay restos de otras culturas y que los hombres primitivos no eran nada tontos, porque eligieron para vivir un sitio que tenía que transmitir un aire maravilloso, porque, en caso contrario, ese hombre al que quise tanto no se mantendría toda su vida, supongo, enamorado del entorno. Esta historia tiene muchas aristas pero no caben en una entrada de un blog. Porque son vida real.
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