Allí la dicha tenía razón de ser
(Charles Conder. Pintura. Dunas)
Salíamos temprano. Éramos muchos. Chicos y chicas que buscaban la intimidad del mar para conocerse mejor. Las risas eran el telón de fondo y también las canciones de moda. Todos bailaban al andar, el baile era su forma de expresarse. Las dunas tenían un encanto diferente y eran su territorio. Acampaban allí como si fueran una tribu salvaje. Parecía que nunca iba a acabarse el día. Las horas de sol chorreaban ese disfrute de la adolescencia interminable.
En algunos momentos ellos y ellas se separaban. Las chicas se lavaban la cabeza en el mar y se enjuagaban los largos cabellos con cerveza. El tono dorado del líquido formaba una capa brillante que duraba varios días. Los hombros se tostaban y las piernas se exponían al sol para que las sandalias lucieran en la noche. El anticipo de la felicidad era ese aire radiante del mar mezclado con alcohol.
Las confidencias se sucedían y también los besos oportunos, las manos enlazadas, las cinturas volátiles. Los bikinis diminutos, los shorts, las camisetas con letreros, las chanclas brasileñas, las uñas rojas, los sombreros, las gorras, las toallas de colores, las cremas, el protector solar. Todo era una amalgama de cosas mezcladas en las grandes cestas con adornos de flores. Una peregrinación gozosa. Allí la dicha tenía razón de ser.
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