Valborg


Se llamaba Valborg y la encontraba, irremediablemente, cada día laborable de la semana, de seis a siete. De todas las amigas, una pandilla de chicas rubias, hermosas, educadas, sólo la recuerdo a ella; sólo recuerdo su nombre, su presencia nunca vista. El descuido de su traje y de sus manos sucias me atraía mucho más que cualquier virtud del resto de sus compañeras. Ese extraño mechón de pelo a medio peinar, sus feos zapatos desabotonados, el rabillo del ojo insistente y provocador… y su casa, su destartalada casa, llena de hermanos, de una madre displicente que preparaba el desayuno con un libro en las manos, de un padre siempre sumergido en la contemplación de las miles de posibilidades de enriquecimiento rápido que proporcionarían sus últimos e infalibles inventos.


            Todo lo que era y sentía Valborg me producía ternura y llegué a quererla a pesar de que nunca ví su rostro, de que sólo la imaginé en sueños, a pesar de que era un ejemplo de lo que no debíamos ser. Sin embargo, aún hoy, después de tantos años, su nombre vuelve a mí como si no se hubiera marchado nunca. En realidad, ella sigue ahí, donde la encontré, soy yo la que no he vuelto a acercarme a su lado. Y la imagino ahora como entonces y me imagino a mí, sentada delante de la Olivetti, inclinada sobre el libro de pastas rojas y hojas grisáceas, ásperas, con unos dibujitos muy raros, hechos a lápiz con trazos pequeños y mal acabados.

            A menudo, ese ensimismamiento, esa complicidad con ella, lo interrumpía Don Manuel, que llegaba de improviso y me tiraba de las orejas. Tenía que dejar de leer y aprovechar el tiempo, ponerme a escribir a máquina cosas que no entendía y que me daban risa: “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace de tal manera…”, una y otra vez, sin faltas ni errores, sin pulsar demasiado fuerte, para que no se notaran por detrás del papel los puntos, para que quedara perfecto.

            ¡Y como traspasar al papel toda la imperfección de Valborg, su permanente metedura de pata, su extrañísimo punto de vista sobre las cosas ¡

             Ella no podía ser trasladada de lugar, no podía salirse del libro para habitar ese corto y perecedero universo del papel Galgo, el del perrito. Ese era el libro que yo quería leer y cuando lo hube leído mil veces, volvía sin remedio a las páginas donde Valborg aparecía en toda su plenitud, con el labio superior manchado de chocolate y un calcetín de cada color. Yo quería ser Valborg y eso era imposible.

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