Una cesta de ilusión: La tienda de Celestino



La tienda de Celestino era un hervidero de gente los días previos a la Navidad. Casi toda la calle venía a hacer sus encargos para que, cuando a los niños les dieran las vacaciones en el colegio, en las casas no faltara de nada. Bueno, en realidad resulta inexacto usar la expresión “toda la calle”. Habría que especificar “casi toda”, exactamente la mitad de la calle que pertenecía a su “jurisdicción”, porque la otra mitad compraba siempre en la tienda de Cesáreo. Ambos eran montañeses, rudos, un poco avaros y con enormes bigotes. Pero Celestino era de carácter más abierto y contaba de vez en cuando chistes sin gracia, mientras que Cesáreo estaba siempre enfadado con el mundo. Luego se demostraría que tenía motivos para ello.




Nosotros comprábamos en la tienda de Celestino porque estaba justo enfrente de la casa, de nuestra casa. Cruzar la calle y ya está. La calle, empedrada y lenta para los coches, pero una delicia para los niños, porque allí se estaba en la gloria. Cruzando la calle, la tienda ofrecía un montón de manjares que nos atraían como imanes. A un lado estaban los cajillos de verduras y las patatas, las garrafas de aceitunas y alcaparras; enfrente, los cajones que contenían las legumbres, el café, el azúcar y los ultramarinos; pero a la derecha, en esa esquina lateral presidida por un letrero que decía “Feliz Navidad a los clientes de esta casa”… allí estaba lo mejor: los turrones, los mantecados de Estepa, las bolitas de coco, los amarguillos de Medina, el pan de Cádiz, los piñonates, las almendras tostadas, todo ordenado, colocado en pequeñas cajas forradas de papel de seda, primorosamente dispuestas por la mujer de Celestino, que era muy detallista, aunque casi nunca hablaba ni mucho menos se reía.



La tienda tenía sus tertulianos, gente fija que pasaba allí muchas horas, aunque, a diferencia de otras de comestibles, no se despachaba vino, ni se disponían el queso y el jamón en los recipientes improvisados del papel de estraza. Eso quedaba para los güichis de la calle, al menos dos, que estaban más arriba, llegando a la Albina y que acogían a la caterva de cantaores aficionados, cultivadores de las peleas de gallos y gente de la mar y los astilleros. La tienda de Celestino era más tranquila y sus clientes, mujeres sobre todo, murmuraban en tono bajo acerca de las noticias de la semana. La propia calle y sus habitantes eran los temas favoritos de esa murmuración. No hacía falta más para estar entretenidas y echar un buen rato. Al fin y al cabo, las mujeres pasaban solas la mayor parte del día, pues los hombres sólo volvían a casa al anochecer y ellas se defendían de la soledad formando ese club improvisado que examinaba con lupa los acontecimientos cotidianos. 
Cuando se acercaba la Navidad mi padre hacía una excepción en sus costumbres y se aprestaba a comprar él mismo todo lo necesario para pasar unas fiestas en condiciones. No regateaba en el precio ni en la cantidad y por eso Celestino lo prefería de cliente antes que a mi madre. Pero ella no se fiaba y repasaba una y otra vez el papel con las cuentas, aunque tanto esfuerzo era inútil: año tras año mi padre se pasaba en las compras, compraba más de lo que, según mi madre, era necesario, y por eso la llegada de esas compras eran unos Reyes Magos anticipados para todos los chiquillos de la casa, que eran muchos y cada año más.



Mi padre pagaba religiosamente hasta la última peseta de esas compras, porque no iba con él esa costumbre de dejar fiado ni de pagar poco a poco. En eso era inflexible y eso que su palabra era ley y todo el mundo se fiaba de ella. Pero él pagaba sus compras de inmediato y las llevaba a la casa con la satisfacción de que en esas fechas allí habría lo mejor. Cruzar la calle y listo. La mesa de la cocina se llenaba de viandas, dulces y saladas. El carrito de la fruta y la verdura también se colmaba. El frigorífico, con las carnes que se congelaban y también el pescado, de estero si era posible, terminaba de completar la compra de las benditas vacaciones de Navidad. El tiempo de la felicidad y la gloria para todos.


Comentarios

IES Juan de Herrera ha dicho que…
¡Precioso, Catalina!
Tu evocación me transporta a la tienda de debajo de la casa de mi infancia, y a las demás a las que me llevaba mi madre en estas fechas en mi calidad de hija mayor.
Gracias y felices días.
Caty León ha dicho que…
Esa es la suerte de ser las hijas mayores. Yo también lo soy. Un abrazo, Carmen, amiga.

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