Un ángel en la niebla
Dedicatoria: A ti, mamá, que ya no sabes que hoy es Navidad.
La
plaza amaneció cubierta de niebla. Esa niebla era la misma que acompañaba todas
las fechas, todos los años. Así, las casas se abrían y, como fantasmas, iban
apareciendo en los portales niños y niñas vestidos de hadas, de pastores, de
reyes magos, de animalitos, de flores…No era el desfile de carnaval que todos
esperaban con impaciencia, sino la mañana que iniciaba la dulce espera de los
regalos, el día que marcaba el comienzo de las vacaciones de navidad.
Todos
los años igual. Los niños esperaban el milagro del sol que diera brillo a sus
ropajes. Allí, una niña lleva una corona de reina y un vestido blanco, largo y
azulado. En el otro rincón, aparece un pastor y, en el lado de más allá, San
José desfila con su barba medio caída del trajín. Ella, la Virgen María , tiene los ojos
muy abiertos y está cansada, no en vano debe fotografiarse, obligatoriamente,
con todos los niños de la escuela. Ese será el recuerdo del día y adornará el
aparador de las casas hasta la primavera.
La
plaza está blanca de gotitas de agua que no acaban de cuajar. No existe nieve.
No es una plaza nevada de película, ni trepan por las ventanas los Santa Claus
vigorosos, ni los trineos surcan el cielo, ni hay elfos. Es una plaza pequeña
de un pequeño pueblo. La plaza de la pequeña escuela de los niños que llevan la
letra G, la letra de los que no saben demasiado y tardan en aprender los
números.
Los
maestros y los niños han colocado un portal en una esquina. Es un recodo del
camino entre las aulas, un hueco pequeñito pero suficiente. El papel azul
semeja un cielo de verano y las estrellas son incongruentes manchas plateadas
en medio del día. También están las montañas, los ríos, un lago y el puente.
Junto al río, las lavanderas estrujan con manos tibias la ropa inexistente y,
muy cerca, los pastores se mezclan con toda clase de animales, todos los que
los niños han traído sin pensar en raza, tamaño o color. Es un parque temático
de Belén de Judea.
Las
aulas resplandecen. Allí se cantan, al caer la tarde, villancicos y
campanilleros. Se tocan las panderetas de plástico, con cintas alegres de
colores en sus anillas y se cimbrean zambombas y chinchines. La clase es un
coro de niños que no irán nunca a la ópera, ni al concierto de Año Nuevo en
Viena. Algunas letras se han inventado. El maestro tiene un especial sentido
del humor y convierte a los alumnos en protagonistas del milagro. Así todos
sienten que ellos también vivieron la asombrosa peripecia de los magos y que,
aunque no saben lo que es el incienso o la mirra (y a pesar de que el oro les
cae muy lejos) no está de más saberse aventureros, cruzar tierras y mares para
llegar, al fin, al sitio donde el amor florece: un niño sin ropa, con los ojos
abiertos.
Y
así las horas pasan sin que nadie repare en que quizá, años después, la
inocencia derramada de ese día sea sólo un recuerdo. Pues el paso del tiempo
llenará de pequeños y dolorosos cristales el transcurrir del día y asomará en
la noche su cara más triste, cuando, ya mayores, esos niños recuerden los
rostros de quiénes se fueron, de quiénes no cantarán ya villancicos, de quiénes
colocaron, a escondidas y en silencio, una muñeca de trapo y un caballo de
cartón junto a sus camas.
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