Después de la cena, todos los vecinos han salido a la calle, o casi todos. En casa de Manolita están abiertas las puertas, se han retirado los muebles del pequeño salón y alguien toca la pandereta sin descanso. Cante, cante y cante. Cante flamenco, villancicos, alegrías de Cádiz, trabalenguas... Todo el que pasa por la calle echa un vistazo, qué ambiente, vaya animación... Mi padre se disfraza con una bata vieja, se pone en la cabeza un pañuelo y se mete en la fiesta después de tomarse una copita de Fino Quinta. Mi madre se ríe, se ríe, con su bendita risa de siempre. Los niños corremos de un lado a otro, los adolescentes ya tienen vergüenza porque ese chico o chica que les gusta también da una vuelta por allí. Toda la calle hierve, la casa de Manolita, tan pequeña, es el centro de la calle, el centro de la fiesta. Es Nochebuena, ha nacido el Niño y en el cielo se alquilan balcones. Ese cielo en el que están ahora Manolita y mi padre. Y esa risa de mi madre que vuela en el olvido.
Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo. A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan
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