El triunfo del color
Un sábado del mes de abril estuve en San Hermenegildo viendo la
exposición “El triunfo del color”. La
sala tiene unos techos muy altos en forma de bóveda y está dividida en altísimos
paneles azules, de un azul intenso, el azul del que hablaba Michaux en sus
libros, el azul de la Costa Azul ,
que da título a la exposición. Por los espacios que delimitan los paneles circula la gente en medio de un rito
compartido, se detiene y observa, se para y comenta, se pone las gafas para
mirar de cerca, se las quita para observar de lejos, se detiene, se aleja…
Andando nos podemos detener en las imposibles peras de Vlaminck,
de un color aguado y mortecino pero que parecen tan vivas, tan reales, que
resulta ilógico que el cuadro se titule, precisamente, “naturaleza muerta”.
Junto a las peras hay un jarrón con anémonas y mimosas que recuerda a los
cuadros de flores de Redon, flores entrelazadas, perdidos los tallos los unos
en los otros, colocadas con descuido en unos jarrones chinos en los que
sobresalen unas pequeñas imágenes de danzantes.
Todos los cuadros tienen ese aire común a la ruta entre París y la Provenza , después de
pasar por las tierras llanas de La
Camarga , donde viven caballos salvajes todavía y en las que
se ven pequeños arroyos cruzados por puentes de madera rodeando los pueblos. En
aquellos lugares estuve casi un año y puedo reconocer su olor y sus sonidos en
cualquier parte. Todos estos artistas, perdidos en el tiempo y que parecen
formar parte sólo de los libros que hemos estudiado, son, por el contrario,
para mí, algo muy cercano, son gente de la familia, gente de la que conozco ya
tantas cosas, a los que he seguido desde hace tanto tiempo…
He encontrado, además, las conocidas figuras de los vendimiadores,
las suaves pendientes que están a ambos lados de las carreteras, rodeadas de
árboles enormes que ensombrecen los caminos, con el rumor cercano de los
sembrados de viñas y cereales; he visto los muros altos de las casas de campo
en los que hay horadadas pequeñas hornacinas de piedra vieja, que no contienen
figuras ni santos, sino sugestivos ramos de flores extrañas, las mismas que
había en la finca del profesor Fesquet, que era del siglo XVII (la finca, no
él) y en la que, en las tardes todavía calurosas del otoño, nos sentábamos en
el patio, junto a una mesa verde de madera, a tomar grandes trozos de helado de vainilla
con unos finos canutillos de chocolate, porque el horario francés de las
comidas se hace muy extraño y el hambre es un compañero perpetuo. A la finca del
profesor Fesquet llegaban vendimiadores en Septiembre procedentes de España,
cantando canciones de Manolo Escobar o de Perlita de Huelva desde los camiones
en los que se dirigían a los campos. Cuando el grupo de lectores nos
encontrábamos allí en las tardes de los sábados, porque la actividad del
instituto se paraba, había siempre una sensación de tranquilidad, un aire
diletante, propicio a la conversación a media voz, a los largos silencios, un
aire que no parece propio que se repita en ningún otro sitio. El sol caía a
plomo en los alrededores de la casa de piedra y todavía conservo una foto en la
que estoy de pie, con un lazo en la cabeza, hecho con un pañuelo blanco con
hilos dorados, mientras que el rayo de sol dibuja figuras en los pies del
profesor Fesquet, que está allí, enjuto, serio y ceremonioso, con unas extrañas
gafas de montura dorada, señalando algo a lo lejos.
En un lugar privilegiado de
la exposición están las marinas, cuadros de grandes marcos dorados en los que
aparecen ya las olas grises y azules de
las playas del sur de Francia, los paisajes elegantes y refinados de
Jean-les-Pins, el lugar que vio el encuentro de Picasso con otros genios y
también los veranos imaginarios de Hércules Poirot en las novelas de Agatha
Christie. Siempre que Poirot vuelve en avión de la
Costa Azul , se sucede un crimen. También es
el lugar en el que Joan Fontaine, la muchacha sin nombre, conquistó el corazón
de Olivier antes de volver a Manderley, donde esperaba la sombra de Rebeca. La Costa Azul es el colmo de la elegancia y uno se imagina
que Sarah Bernarht subirá a uno de esos coches hiperrealistas y cruzará las
carreteras empinadas, paralelas a la costa, con un largo foulard de seda
alrededor del cuello, un foulard peligroso que asemejará su destino al de la
princesa Grace, años después.
En uno de los lados de la
entrada, aparece un cuadro de Manet, un majestuoso retrato de una mujer alta,
esbelta, en tonos verdes y azules, sin rostro, con un vestido hecho a base de
trozos, de manchas, de rayas,… Manet en estado puro. La mujer no nos mira, no
tiene ojos ni expresión, sólo el aspecto elegante de quien ha sobrevivido al
tiempo. Esa mujer está sola, no se dirige a nadie ni a lugar alguno, pero no
parece importarle y no repara siquiera en el cúmulo de visitantes que se
detiene frente a ella…
He tardado no sé cuánto tiempo en recorrer toda la sala, dividida
de forma inteligente en pequeños cubículos separados por los altos paneles
azules, siempre el azul, y me ha parecido encontrarme de nuevo en el sur de
Francia, en aquellos años ya lejanos, comiendo los trozos de Quiche Lorraine
que vendían por las calles en los puestos callejeros, o recorriendo en coche
las carreteras llenas de árboles que conducían a la casa de mis amigos Pedro y
Marie, con las mismas ventanas rojas y la chimenea azul oscuro de las pinturas
de Utrillo. En el pequeño jardín de la casa comíamos, entre risas, las pequeñas
bolitas de arroz oscuro que Pedro había aprendido a cocinar en Marruecos y los
frijoles con tortitas que vio guisar a su madre, en México.
En un expositor acristalado hay unos pequeños cuadros de Renoir y
de Pissarro. A mi lado una pareja comenta que esos son los más valiosos, y, por
ello, están colocados tras un cristal de seguridad. Pero se equivocan: lo mejor
de todo es ese Modigliani en el que la mujer nos mira con el rostro torcido,
con un raído vestido negro coronado por un cuello pequeño y blanco; lo mejor
son las peras oscuras y cansadas de Vlaminck; o las casas de rojos tejados; o
la calle empinada que me recuerda a Uzés o a Arlès; o ese esplendoroso ramo de
mimosas y anémonas, anémonas que no flotan en el estanque como en los cuadros
prerrafaelistas, sino que se sumergen en el agua de un pequeño jarrón
doméstico; o el fantástico Manet, la extraña mujer sin rostro que es también el
cartel de la exposición.
Cuesta mucho salir de allí, porque el hechizo va a romperse en
cuanto se traspase la puerta de entrada y no podrá reconstruirse luego, al
repasar en casa las imágenes del catálogo, tan bien resuelto y escrito pero con
esa frialdad de la imagen impresa, infinitamente más cuidada que la obra real,
pero mucho más distante, mucho más perfecta, menos emocionante. Tampoco en el
catálogo está todo: falta la música en francés, “danse tante que tu peut
danser”, el fondo de los altos paneles
azules bajo las inmensas bóvedas decoradas, el rítmico movimiento de los
visitantes, recorriendo cada uno de los rincones, encontrándose cada vez, pero, sobre todo, faltan los cuadros, con
colores menos vivos que los del catálogo, pero más reales y cercanos, tanto que,
en la exposición, estuve a punto de tocar el Modigliani con las manos y me tuve
que contener para no hacerlo.
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