Ciudadano de primera
La plaza trianera en la que vivo se
llena de agua cuando la lluvia cae con intensidad. El pavimento se cubre de
enormes charcos, que con el sol parecen de oro y con la luna, de plata. Charcos
que duran días y días, pues no hay ninguna máquina municipal, ningún servicio,
que limpie la zona y la deje de nuevo abierta y seca para que los chavales
jueguen en ella al balón, o correteen con las bicicletas y los patines.
Los días siguientes a la lluvia son
especiales, porque, acostumbrados como estamos al sol y al buen tiempo,
agradecemos esos tibios rayos que surgen en medio del nublado y no es raro ver
a los niños con las botas de agua salpicando en los charcos de la plaza,
saltando y cubriéndose las botas de tierra húmeda que la plaza va acumulando, a
pesar de que es una plaza fría, una plaza como las del norte de Europa y no
tiene albero salvo en una de las zonas. El resto es pavimento duro y parterres
sobre los que hay, en ocasiones, perros, acompañados de dueños incívicos, que
trotan encima de las plantas y niños que no han aprendido a amar la naturaleza,
que hacen lo mismo.
Este anciano, este ciudadano de
primera, ha aprendido no sabemos dónde ni de quién, que la plaza es de todos y,
con el mismo cuidado que sin duda pondrá en regar sus macetas, en arreglar su
terraza, en ordenar su casa o su cuarto, se dedica a recorrer la plaza con su
paraguas, bien vestido, erguido y dispuesto, repasando los charcos, las plantas
que se han doblado por la lluvia, las papeleras mal colocadas.
Desde mi ventana lo vemos salir y nos alegra la vista, porque comprendemos que ese anciano representa lo que mucha, muchísima gente, no entiende: la actitud cívica, el convencimiento de que forma parte de una sociedad que espera de él su colaboración, su trabajo, su postura diligente y su esfuerzo. Seguramente se trata de un jubilado, pero los principios que le hacen cuidar esta plaza que él considera suya y de todos, no se terminan cuando la vida activa acaba, sino que permanecen siempre en la conducta y en el sentimiento.
Pero no todo es incivismo, ni todo
es dejadez en esta plaza que, en un tiempo estuvo cerrada con verjas para
evitar el vandalismo y que el Ayuntamiento decidió dejar expedita, abierta en
todos sus lados, para disfrute de todos. La pena es que el disfrute de todos se
convierte, por obra y gracia de quienes no saben disfrutar sin destrozar, en
tristeza para los vecinos, que, desde sus ventanas y balcones, suelen ver cómo
ciertos grupos de jóvenes hacen pintadas, ensucian, tiran botellas y vasos de
plástico o de cristal por el suelo y en los recovecos de la plaza.
No todo es incivismo. Un rayo de
esperanza aparece cuando, como hoy, como todas las mañanas de lluvia, un
anciano, una persona mayor, un viejecito, como queramos llamarlo, sale de su
casa en uno de los portales, desconozco cuál, bien vestido y arreglado,
impecable en su andar, derecho y decidido, con su paraguas en la mano y sin
miedo al mal tiempo. El anciano, este vecino que nos da, sin saberlo, lecciones
a todos, se ocupa diligente y pacientemente de aliviar los husillos con la
única acción de ayudarlos con el extremo puntiagudo de su paraguas, que
introduce todas las veces que hace falta hasta que el agua corra y el charco
comience a disminuir. Todas las mañanas de esos días grises de lluvia, con sol
y nublado, en cuando hay un claro, el anciano se agacha sobre cada husillo y
mueve rítmicamente su paraguas, arriba y abajo, hasta conseguir, tras mucha
paciencia, que el agua corra y corra, haciendo desaparecer los charcos sobre el
pavimento.
Desde mi ventana lo vemos salir y nos alegra la vista, porque comprendemos que ese anciano representa lo que mucha, muchísima gente, no entiende: la actitud cívica, el convencimiento de que forma parte de una sociedad que espera de él su colaboración, su trabajo, su postura diligente y su esfuerzo. Seguramente se trata de un jubilado, pero los principios que le hacen cuidar esta plaza que él considera suya y de todos, no se terminan cuando la vida activa acaba, sino que permanecen siempre en la conducta y en el sentimiento.
Este ciudadano de primera, que tanto
me recuerda a mi padre por su manera de actuar, debería enseñar a los jóvenes,
a los niños y, por qué no, a muchos, muchísimos adultos, que las cosas son de
todos. Que los parques, las calles, los bancos, las aceras, las plantas, los
árboles, las paredes, son de todos y que, al ser de todos, no nos pertenece a
ninguno, sino que todos estamos obligados a su cuidado para gozar de su
disfrute. Es una pena observar que el trabajo meticuloso y solitario de este
vecino es una rara avis, una gota de
sol en el agua fría, una excepción en un sistema de comportamiento que está
basado en cuidar estrictamente tu casa, de puertas para adentro, y destrozar el
resto.
Este ciudadano de primera sabe algo que
muchos ignoran: cómo el respeto es la base de la convivencia. El respeto que
significa respetar el descanso, respetar los jardines y plazas, respetar las
calles, respetar a las personas. Sabe que, sin ese respeto, la convivencia deja
de ser pacífica y se convierte en una jungla en la que todo lo malo puede
suceder. Es una pena que esta preciosa plaza trianera esté sucia porque haya
tanta gente que desconoce lo que es el respeto, gente que escribe “Paco quiere
a Mari” por las paredes, como si a alguien le importara lo que Paco piensa y lo
que piensa Mari. Cuánto más bonito sería que Paco le escribiera a Mari una
carta en un papel agradable, con buena letra y con la intimidad que requiere el
sentimiento del amor.
Este ciudadano de primera debería
hacernos pensar en que esta ciudad es nuestra, es de todos y que todos tenemos
el derecho a disfrutarla y el deber de velar por ella. Vamos a pedirle al
Ayuntamiento que limpie, que arregle y que acondicione, pero vamos a pedirnos a
nosotros mismos que cuidemos, que respetemos y que entendamos que una ciudad es
lo que son los ciudadanos que viven en ella.
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